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La reconstrucción de los discursos de género en las instituciones escolares
Jurjo Torres Santomé
En J. FERNÁNDEZ SIERRA (Coord.) (1995). El trabajo docente y psicopedagógico en Educación Secundaria. Archidona (Málaga). Aljibe, págs. 197-233
«Todos saben que ingreso en la escuela superior, que por primera vez voy a la escuela superior. Mientras friega los peldaños, la criada dice: «Este chico va por primera vez a la escuela» Debo esforzarme en no llorar. Debo mirarlos a todos con indiferencia. … Debo construir frases y frases para interponer algo duro entre yo y la mirada de las criadas, la mirada de los relojes, los rostros observantes, los rostros indiferentes, o de lo contrario lloraré» (Virginia WOOLF, Las olas. Barcelona. Lumen, pág. 27)
En la actualidad existe unanimidad en considerar que las relaciones de «género» son relaciones sociales, relaciones construidas por los seres humanos de una comunidad en su devenir histórico. Al menos en teoría, ya fueron abandonadas concepciones claramente discriminatorias que trataban de justificar una determinada modalidad de relaciones entre ambos sexos existentes en un determinado periodo histórico, sobre la base de explicaciones biológicas.
Existen dos cuestiones centrales relacionadas con la concepción de «construcción social de la realidad» que considero imprescindible poner de manifiesto. La primera es que las personas actúan sobre la base de cómo ellas ven la situaciones en las que participan, o sea, en función de su definición de la realidad concreta. Lo que importa no es exactamente lo que de manera objetiva es el proceso en el que cada persona se encuentra implicada, sino lo que ésta cree que es, cómo lo percibe.
La segunda cuestión es que el ser humano siempre se halla en una situación que no es solamente fruto de su construcción, sino que es el resultado de una red de interacciones con y entre otras personas (o incluso de fuerzas del mundo natural). La realidad social se construye en y a través de la interacción dentro de parámetros determinados, desde una perspectiva que conlleva compartir o discrepar de percepciones, creencias, interpretaciones, normas, intenciones, valores, y afectos. Los poderes de las definiciones que efectúan los actores y actrices humanas se ejercen básicamente en interacción con las restantes personas.
Por lo tanto, para analizar las relaciones de género en cualquier sociedad es necesario tomar en consideración un marco teórico más amplio que tome en consideración los diferentes tipos de relaciones sociales y sus implicaciones. A mi modo de ver, un fenómeno como el de las relaciones de género, especialmente en su consideración de las discriminaciones que lleva aparejado no puede ser adecuadamente entendido dentro de los límites de un modelo causal unidireccional. Es preciso tener presente que en casi todas las sociedades podemos diferenciar diversas esferas que están en constante interrelación, tales como la: política, económica, cultural, religiosa y militar, que a su vez se hallan afectadas, fundamentalmente por seis variables cuya dinámica e interacciones ayudan o entorpecen la producción, contradicción y modificación de dichas esferas y del tipo de sociedad a que dan lugar. Entre las dinámicas más frecuentes, capaces de aglutinar los elementos activadores de la vida social podemos diferenciar: la clase social, las ideologías nacionalistas frente a las estatalistas, la raza, los intereses urbanos frente a los rurales, el ecologismo frente al desarrollismo y, por supuesto el género (Ver Cuadro 1). Estas variables no son las únicas posibles, ni tampoco son las que funcionan en todas las sociedades y en todo momento histórico, sino que, en cada situación sociohistórica concreta, unas tienen mayor peso que otras; unas se convierten en motores principales y otras tienen una influencia menos importante o, incluso, no entran ni en juego (TORRES SANTOMÉ, J., 1991).
El sistema educativo, y por consiguiente, todo lo que acontece en el interior de las aulas y centros de enseñanza, estará afectado por alguna modalidad de estas dinámicas, en mayor o menor grado.
De ahí que, a la hora de analizar cómo se construyen, reproducen, resisten y producen las relaciones de género en cualquier sociedad un ámbito que no podemos ignorar es el sistema educativo, aunque contemplándolo en su interrelación con las distintas esferas de la sociedad y las diversas dinámicas que las activan.
La preocupación por la forma cómo el sistema educativo viene contribuyendo a perpetuar modelos de sociedad patriarcales es algo que, de manera especial, desde principios de los setenta se convierte en preocupación para distintos colectivos docentes, principalmente para aquellas profesoras de ideología progresista que mantienen algún grado de contacto con movimientos feministas.
Hasta ese momento, son las dinámicas de clase social las perspectivas dominantes que guían los análisis y propuestas de intervención en los curricula que se desarrollan en las aulas. No es ajeno a ello el gran predominio que en el pensamiento de izquierdas tienen las perspectivas marxistas más ortodoxas y en las que la opresión sobre la mujer no se considera una dimensión principal objeto de preocupación, sino sólo una consecuencia de la dominación de clase. Los análisis marxistas colocan en su punto de mira y de intervención exclusivamente la dimensión de clase; se defiende que cuando no exista la opresión de una clase social sobre otra, en ese momento, y de manera automática, se solucionarán las injusticias a las que se ve sometida la mujer en la sociedad capitalista.
El marxismo más ortodoxo llegó a aceptar que la división del trabajo en función del género no era sino la consecuencia de una extensión «natural» de la diferenciación de funciones entre los sexos en el acto sexual y en la reproducción. De este modo, se reduce a condición «natural», a algo innato, lo que está social e históricamente condicionado, con lo cual se favorece su racionalización y legitimación ideológica. Así F. ENGELS en su famosa obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1977, pág. 83) llega a escribir textualmente: «la primera división del trabajo es la que se hizo entre el hombre y la mujer para la procreación de los hijos». Este mismo autor en otra obra, esta vez compartida con K. MARX, La ideología alemana (1970, pág. 32), a propósito de la división del trabajo, aclara «que originariamente no pasaba de la división del trabajo en el acto sexual y, más tarde, de una división del trabajo introducida de un «modo natural» en atención a las dotes físicas (por ejemplo, la fuerza corporal) a las necesidades, las coincidencias fortuitas, etc.» (El entrecomillado es de los autores). Sin embargo, añaden: «La división del trabajo sólo se convierte en verdadera división a partir del momento en que se separan el trabajo físico y el intelectual» (MARX, K. y ENGELS, F., 1970, pág. 32). Parece, pues, que para ambos autores en La ideología alemana, en la medida en que se trata de una división del trabajo «natural», no la consideran una «verdadera» división del trabajo (el entrecomillado ahora es mío), y en tanto en cuanto que puede hablarse de una «verdadera» división del trabajo, se trata de algo tan alejado de la naturaleza que consideran que no se produce, en rigor, hasta que aparece la división del trabajo físico e intelectual.
La necesidad de marcar las diferencias entre el hombre y la mujer pienso que puede ser percibida como especialmente importante allí donde la división sexual del trabajo es la forma dominante de la división social del trabajo.
Tanto el biologicismo como el economicismo son conceptualizaciones inadecuadas respecto al funcionamiento de las sociedades e impiden comprender no sólo los fenómenos de reproducción social, sino también las modalidades de resistencia y las transformaciones «impensables», no previstas, de las sociedades.
Lógicamente, los macroanálisis que se realizan desde los distintos marcos ideológicos acerca del funcionamiento de las sociedades y de sus disfunciones, se emplean también para analizar la vida en el interior de las instituciones escolares y elaborar los discursos pedagógicos y las políticas educativas.
Todos los sistemas educativos se mantienen y justifican sobre la base de líneas de argumentación que tienden a oscilar entre dos polos discursivos, por una parte las que defienden que la educación es una de las vías privilegiadas para paliar y corregir las disfunciones de las que se resiente el modelo socioeconómico y cultural vigente y, por otra, las que sostienen que las instituciones educativas pueden ejercer un papel decisivo en la transformación y el cambio de los modelos de sociedad de los que venimos participando. Los primeros discursos no se plantean llegar, a través del sistema educativo, a otro modelo de sociedad; no buscan una alteración de las relaciones que, en un determinado momento histórico, mantienen las actuales clases, grupos sociales y colectivos humanos; no intentan que se modifiquen de una manera importante las actuales relaciones económicas, culturales, políticas. Sin embargo, las propuestas del segundo polo discursivo van precisamente en esta última dirección.
Los sistemas educativos y, por tanto, las instituciones educativas guardan siempre una relación estrecha con otras esferas de la sociedad. Lo que en cada una de ellas sucede repercute, con mayor o menor intensidad, en las demás. De ahí que, a la hora de reflexionar sobre la política educativa, sobre las instituciones escolares y los curricula que planifican y desarrollan, sea necesario contemplarlos desde ópticas que van más allá de los estrechos límites de las aulas. La política educativa no puede ser comprendida de manera aislada, descontextualizada del marco socio-histórico concreto en el que cobra auténtico significado.
Las relaciones específicas de poder que existen en cada sociedad tienen una prolongación en el sistema educativo. En él los distintos intereses van a tratar de hacerse valer, de alcanzar algún grado legitimidad, pero también las contradicciones que día a día generan los modelos de relaciones laborales e intercambio, la producción cultural y el debate político van tener algún reflejo en las instituciones y aulas escolares.
Los proyectos curriculares, los contenidos de la enseñanza, los materiales didácticos, los modelos organizativos de los colegios e institutos, las conductas del alumnado y del profesorado, etc. no son algo que podamos contemplar como cuestiones técnicas y neutrales, al margen de las ideologías y de lo que sucede en otras dimensiones de la sociedad, tales como la económica, cultural y política. Al contrario, gran parte de las decisiones que se toman en el ámbito educativo y de los comportamientos que aquí se producen están condicionados o mediados por acontecimientos y peculiaridades de esas otras esferas de la sociedad y alcanzan su significado desde una perspectiva de análisis que tenga en cuenta esa intercomunicación.
El mito más importante en que se asienta la planificación y el funcionamiento del sistema educativo en los países de nuestro contexto cultural y económico es el de la neutralidad y objetividad del sistema educativo y, por consiguiente de la escolarización. Todo un grupo de ceremonias estarán encaminadas a intentar tal demostración, entre ellas: la creencia en un proceso objetivo de evaluación; una organización formal de la escolarización, especialmente la considerada como obligatoria, en la que todos los alumnos y alumnas tienen las mismas exigencias, los mismos derechos y obligaciones, y además se les ofrece lo mismo. Tratar de reconocer que las instituciones educativas pueden reproducir estereotipos de género y, por consiguiente frenar las posibilidades de las mujeres, es algo que la política oficial, las personas que ostentan la responsabilidad política y administrativa dudan en admitir.
Eslóganes como los de la «igualdad de oportunidades» que utilizan como bandera los estados democráticos modernos, llegan a funcionar en la práctica, en bastantes ocasiones, como si bastara con su enunciación, para que las prácticas reales se acomodasen a esa filosofía.
Olvidamos, en muchas ocasiones, que el sistema educativo y, por tanto, las instituciones escolares son una construcción social e histórica, y que no pueden transmitir «conocimiento» o «cultura» en sentido absoluto, sino que, como pone de manifiesto Raymond WILLIAMS (1982, pág. 173) «en épocas y países diferentes, transmiten versiones selectivas radicalmente diferentes tanto del uno como de la otra». Lo que las instituciones educativas se ven instadas a realizar son procesos de selección y reselección de aquellos conocimientos, destrezas, procedimientos y valores que gozan de aceptación en ese periodo histórico en ese espacio sociogeográfico específico.
La presión de los grupos e ideologías más conservadoras, sin embargo, nos intenta hacer partícipes de la idea de la inevitabilidad, perennialismo y el ahistoricismo de todo aquello que juega en favor de sus necesidades e intereses. Muchas de sus actuaciones están encaminadas a convencer a los demás colectivos humanos de que únicamente lo que aquellos grupos definen y etiquetan como «cultura» existe y merece la pena.
Sin embargo, este tipo de presiones sobre los modelos educativos, no significa que siempre lleguen a alcanzar éxito. Es obvio que, en la medida, que en ese momentos histórico en una comunidad convivan grupos con intereses y preocupaciones diferentes de las hegemónicas, siempre existirán probabilidades de que las contradicciones que en esa sociedad se puedan generar puedan dejar sus improntas y contribuir a transformar esa realidad más o menos radicalmente.
Todos los modelos educativos se han desarrollado en una época histórica concreta. Las peculiaridades y características específicas de cada uno de ellos, responden a circunstancias culturales, económicas y políticas de momentos de la historia de la comunidad en la que rigen o rigieron.
La institucionalización de la educación, tal y como en la actualidad acostumbra a plasmarse, tiene en realidad una tradición histórica muy corta. Cualquier investigación histórica puede establecer rápidamente sus conexiones con la llamada revolución industrial. Ello significa que entre sus funciones principales estará la de satisfacer las necesidades e intereses de los grupos que promovieron ese modelo de industrialización.
Olvidarse de reflexionar el presente desde la historia es un peligro que transporta de un modo oculto el mensaje de la inevitabilidad y la imposibilidad de transformar la realidad. Esto supone también, por consiguiente, una pérdida de confianza en el ser humano como controlador y definidor de su destino. O, lo que es lo mismo, aceptar de forma irremediable que los que siempre se benefician de algo en la actualidad lo seguirán haciendo en el futuro y viceversa, que los desfavorecidos de hoy son los mismos que los de ayer y los de mañana.
Los grupos sociales y gobiernos conservadores y tecnocráticos van a intentar en todo momento favorecer la creación y recreación de un discurso científico e ideológico que justifique y legitime la necesidad de su destino como grupo dirigente. Por lo mismo, a la hora de proponer y razonar sus modelos educativos tratarán de elaborar todo un marco teórico y unos prototipos de prácticas que nunca lleguen a alterar de forma sustancial el mantenimiento de las actuales estructuras de esa sociedad.
Las ciencias de la educación, la psicología, la sociología, etc., todas aquellas disciplinas que inciden en las prácticas y políticas de educación pensadas, planificadas o avaladas por gobiernos y/o grupos conservadores y tecnocráticos, hacen así acto de presentación bajo la máscara del desinterés y en defensa de una eficiencia decidida a priori sólo por algunos grupos sociales, aquellos que detentan el poder, fundamentalmente, el económico.
G. W. F. HEGEL, explica cómo las ideas dominantes en una determinada época son relativas, en cuanto dependen de situaciones históricas y, como éstas, están sujetas a modificaciones. Karl MARX, como discípulo de G. HEGEL, va a poner un especial énfasis en demostrar que las ideas sociales y políticas se transforman dependiendo de las dinámicas que promueven las relaciones entre las clases sociales de cada sociedad.
Estas ideas acerca de cómo funciona y se transforma la realidad van a plasmarse en lo que normalmente entendemos por ideologías.
La ideología traduce, desde nuestro punto de vista, una visión del mundo, una perspectiva sobre las cosas, acontecimientos y comportamientos, pero siendo al mismo tiempo conscientes de que esta concepción del mundo es una construcción sociohistórica y que, por consiguiente, es relativa, parcial y necesita de una reelaboración permanente, para evitar caer en un absolutismo que impida la reflexión y favorezca la dominación de los hombres y mujeres.
Cualquier filosofía y toda sociedad democrática, necesita ser consciente de que hay ideologías y que es preciso conocer cómo explican la realidad. Es también conveniente saber que cada ideología tiene, por así decirlo, sus liturgias, sus técnicas y sus tácticas.
La ideología se manifiesta tanto en las ideas como en las prácticas de las personas, no es un concepto de uso restringido a los estudios de corrientes filosóficas o a la reflexión más o menos abstracta.
Esta concepción del mundo que traduce la ideología dota a los ciudadanos y ciudadanas que la comparten de un sentido de pertenencia e identidad, les hace conscientes de las posibilidades y limitaciones de sus actos, estructura y normaliza sus deseos y, al mismo tiempo, proporciona una explicación de las transformaciones y de las consecuencias de los cambios. La ideología implica asunciones sobre el propio ser individual y su relación con otros colectivos humanos y con la sociedad en general. Este significado del concepto de ideología, permite «la creación de estructuras compartidas de interpretación, valor y significación» (KEMMIS, S., 1988, pág. 116), que en el caso de no ser conscientes de su relativismo, de la relación dialéctica entre la conciencia individual y las estructuras sociales, pueden funcionar como cosmovisiones creadoras de conductas irracionales y promotoras de alienación. Esto significa que cada ideología puede llegar incluso a crear entre los miembros que la comparten una especie de «sentido común» que, a su vez, tiene una traslación a la práctica a través de sus comportamientos individuales o colectivos.
Antonio GRAMSCI utiliza el concepto de hegemonía ideológica para profundizar en este último matiz; para comprender la unidad existente en toda formación social concreta. Éste considera que la ideología dominante en una situación histórica y social puede llegar a organizar las rutinas y significados del llamado «sentido común». Lo que quiere decir que esa ideología impone a sus seguidores unos significados y posibilidades de acción de manera sutil, de tal forma que incluso modos de organización y de actuación de una sociedad que contribuyen a mantener situaciones de injusticia, llegan a ser percibidos como inevitables, naturales, sin posibilidad de modificación.
La dominación de un sexo sobre el otro se produce de una manera más eficaz cuando se lleva a cabo a través de un proceso de hegemonía ideológica, mediante la creación de esta conciencia y de un consentimiento espontáneo en los miembros del sexo sometido. Los varones, en este caso, se servirán para esta labor de sometimiento del apoyo que les brinda poseer el control de determinados aparatos y esferas del Estado. La misión de esta hegemonía patriarcal es la de reproducir en el plano ideológico las condiciones para la dominación de género y la perpetuación de las actuales relaciones sociales de producción y distribución.
Antonio GRAMSCI llega a distinguir tres momentos en el desarrollo de la hegemonía ideológica. El primero es la fase estrictamente económica, en la que los intelectuales orgánicos exponen los intereses de su clase. En el segundo momento, el político-económico, más o menos la totalidad de las clases apoya las exigencias de la economía. Y la tercera, la etapa hegemónica que implica que los objetivos económicos, políticos y morales de una clase concreta son asumidos por todas las restantes clases y grupos sociales y se utilizan por parte del Estado para determinar modelos de actuación y de relaciones de producción y distribución acordes con tales objetivos (GRAMSCI, A., 1981)
Este concepto de hegemonía ideológica no significa que las clases, grupos sociales y colectivos humanos no dominantes, como el de las mujeres, estén totalmente manipulados, sin posibilidad de generar una contrahegemonía. Mas bien lo contrario, la hegemonía dominante puede ser contenida y rechazada, tal y como A. GRAMSCI subrayó, «por medio de las tendencias compensadoras producidas por la posición estructural de la clase obrera en el proceso de trabajo y en los demás procesos» (SHARP, R., 1988, pág.96). Las contradicciones capaces de poner en cuestión ese sentido común surgen, fundamentalmente, en la medida en que las relaciones sociales que se establecen en el interior de las familias, de las instituciones escolares, de las asociaciones locales, sindicales, políticas, etc. en las que participan los ciudadanos y ciudadanas son muy distintas a las existentes en los lugares de trabajo.
Las ideologías no son algo estático o permanente, ni tampoco funcionan de una manera automática, mecánica, sin ningún tipo de fisuras. Establecer que las ideologías actúan homogéneamente, no es sino una forma de escapismo y fatalismo en la que éstas se nos presentan como elaboradas por una especie de seres suprahumanos o mentes terrestres muy privilegiadas y que nos ofrecen a los demás seres inferiores para que las examinemos, aceptemos o rechacemos como si de un ofrecimiento de venta se tratase. De esta forma, nosotros podríamos elegirlas o no según nos gustasen más o menos, o nos favoreciesen en mayor o menor medida para posteriormente aplicar o «vestir» al estilo de una prenda de ropa que nos agrada y creemos que nos sienta bien y nos favorece.
Un repaso a cualquier historia de la ciencia y de la cultura nos posibilita rápidamente saber que las ideologías funcionan en realidad un tanto «desordenadamente».
Averiguar cómo trabajan las ideologías en una determinada sociedad y en un momento histórico concreto requiere contemplarlas como «procesos sociales en curso» (THERBORN, G., 1987, pág. 63). El estudio de las formas de actuación ideológicas, al ofrecernos distinta información acerca de cómo es y de qué forma funciona el mundo en el que nos desarrollamos, quiénes, porqué y cómo somos, en qué grado y de qué manera podemos transformar la realidad, etc., podrá revelar la existencia de diversos modos alternativos de comprender y actuar; así como también brindarnos la comprensión de los enfrentamientos producidos entre ellas cuando sus diferencias son más o menos grandes.
La ideología que, en un momento histórico concreto, funciona como hegemónica, gradualmente va a ser reformulada o sustituida mediante la confrontación entre otras tradiciones intelectuales diferentes, los intelectuales orgánicos y la praxis de las fuerzas sociales ascendentes. La confrontación entre ideologías es, por consiguiente, una realidad. Pero, a su vez, cada una sufre transformaciones en algún grado en la medida que entre ellas coexisten, compiten y se enfrentan; del mismo modo, también van a superponerse, influirse y contaminarse unas a otras, en especial en las sociedades abiertas y complejas de nuestros días. Como subraya G. THERBORN, «una ideología de clase (o de género, añadimos nosotros) sólo existe en una pureza autosuficiente como construcción analítica y, en forma elaborada, quizá como texto doctrinal» (THERBORN, G., 1987, pág. 65).
Las ideologías se construyen, funcionan y se transmiten en situaciones sociales concretas, circunscritas en espacios ecológicos y tiempos específicos, mediante prácticas y medios de trabajo y de comunicación determinados. Es así como puede verse su grado de eficacia y la necesidad o no de su alteración, transformación o sustitución.
Uno de los errores en los que acostumbra a caer cierto pensamiento de izquierda es el de tratar de reducir el funcionamiento de las ideologías únicamente a unidades discursivas, entendiendo por tales, no sólo sus dimensiones textuales, sino también sus simbolismos, por ejemplo, las banderas y escudos, vestimentas uniformes, etc. En un modelo similar se olvida otra de las dimensiones decisivas y complementarias a la anterior, las prácticas y formas no discursivas, sus dimensiones prácticas.
El hecho de que las sociedades se caractericen por una determinada ideología predominante, una hegemonía ideológica, está manifestando el resultado de toda una serie de batallas libradas entre las diferentes clases y grupos sociales y colectivos humanos en momentos cruciales de crisis y contradicción. Su reproducción subsiguiente será fruto, en primer lugar, de la adecuada reproducción de tal ideología mediante discursos textuales y simbólicos, protegidos a su vez con todo un conjunto organizado de enunciados, proposiciones, clasificaciones, reglas y métodos que tratan de impedir posibles desviaciones, y, en segundo lugar, de sus prácticas y formas no discursivas coherentes con lo anterior.
En toda sociedad las clases sociales y/o grupos que detentan el poder tratan de imponer y legitimar su dominio y de organizar su reproducción mediante ambos tipos de discursos en los diferentes escenarios donde se desarrolla la actividad humana, contando para ello con la ayuda imprescindible del Estado.
Uno de esos escenarios es la institución escolar, institución que Louis ALTHUSSER ha denominado como Aparato Ideológico de Estado, afirmando que «desempeña, en todos sus aspectos, la función dominante» de entre los restantes Aparatos Ideológicos de Estado (el religioso, familiar, jurídico, político, sindical, de la información y cultural).
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La institución escolar y la oculta discriminación de género
En las investigaciones que en las últimas décadas se vienen realizando sobre lo que sucede en las instituciones escolares, cobra una gran importancia el desvelamiento del Curriculum Oculto. Éste funciona de una manera implícita a través de los contenidos culturales, las rutinas, interacciones y tareas escolares. No es fruto de una planificación «conspirativa» del colectivo docente. Pero lo que es importante señalar es que, normalmente, da como resultado una reproducción de las principales dimensiones y peculiaridades de nuestra sociedad.
Numerosas investigaciones revelan cómo en las actividades cotidianas en los centros y aulas de enseñanza se favorece y/o resiste la reproducción de formas de conducta, de relaciones sociales y de conocimientos que son requisito para el funcionamiento de modelos económicos, políticos, culturales, o religiosos dominantes en la sociedad en la que esos centros se hallan enclavados.
En este tipo de investigaciones que tratan de clarificar de qué modo las niñas y las adolescentes son «preparadas» para destinos futuros caracterizados por un desempeño de actividades con menor prestigio y de sumisión al estamento masculino, es visible también un esfuerzo por establecer una distinción entre «sexo» y «género», conceptos que muchas veces se acostumbran a emplear en forma de sinónimos. Existe, sin embargo, una importante distinción entre ambos vocablos. Es preferible recurrir a la palabra «sexo», con un significado referido a los aspectos puramente biológicos, o sea, cuando se menciona en contextos temáticos de carácter fisiológico, anatómico, genético, hormonal, etc. Mientras que el término «género», si queremos expresarnos con precisión, se debe usar cuando mencionamos dimensiones o aspectos de carácter no biológico, en los momentos en que nos referimos a las diferencias socioculturales entre hombres y mujeres, por ejemplo, acerca de las disparidades o similitudes en torno a intereses, aptitudes, conductas, aspectos estéticos, etc. La palabra género viene utilizándose en general y, por supuesto, en el contexto de estas investigaciones, referida a los etiquetados que se establecen en el marco de una sociedad concreta, fruto de una forma de funcionamiento social específica. Asimismo, existen autoras y autores que optan por el empleo del vocablo «sexista» a la hora de mencionar las discriminaciones que de minusvaloración y subordinación sufren las mujeres como resultado de su pertenencia al sexo femenino. El sexismo viene a ser, en analogía con el vocablo «racista», la traducción de una concepción de la mujer como ser inferior y, por tanto necesariamente sometido al hombre, destinada a puestos laborales de menor jerarquía y, en consecuencia, con menores prestaciones económicas y culturales que sus pares del otro sexo.
Dentro de nuestro entorno cultural vienen siendo empleados ambos términos, «género» y «sexismo», aunque últimamente la palabra «género» está cobrando mayor frecuencia de uso. Lo que es unánime es que las dos denominaciones tratan de dejar de manifiesto que la mayor parte de los objetos, características y funciones que las distintas culturas y sociedades vienen asociando como propias de un determinado sexo, lo son como fruto de la peculiaridad de procesos culturales, pero que, de ninguna forma, son consustanciales o fruto de un determinismo biológico o fisiológico.
La constancia de un tratamiento diferenciado para cada uno de los dos sexos era patente en el caso del sistema educativo en el Estado Español hasta no hace mucho tiempo. Existían instituciones distintas según estuviesen destinadas a niños o niñas, incluso titulaciones explícitamente destinadas a los hombres, a las que las mujeres tenían vetado el acceso. Esto que puede parecer tan lejano, especialmente a las generaciones más jóvenes, no lo es tanto. De hecho, es con la Ley General de Educación de 1970 cuando se establece un marco legal que hace posible corregir las discriminaciones que de acceso a centros educativos y a titulaciones tenían las mujeres; su plasmación práctica fue una tarea bastante ardua, de manera especial en los años inmediatamente posteriores a la aprobación de la citada Ley.
El hecho de lograr la escolarización mixta, no quiere decir que la situación ya hubiera satisfecho las reivindicaciones en pro de una igualdad de oportunidades para chicos y chicas en el sistema educativo. Ahora la cuestión era comprobar si en la vida cotidiana en las aulas tenía lugar un tratamiento equitativo de niños y niñas.
Muy pronto las investigaciones educativas comienzan a coincidir en que la mera agrupación de alumnas y alumnos en una misma clase no supone que automáticamente se eliminan los tratamientos discriminatorios en función de la pertenencia a un determinado género.
Así, los resultados de Ronald KING (1978) en su estudio sobre escuelas infantiles en el Reino Unido vienen a demostrar cómo el desarrollo de determinadas aptitudes sociales se favorece a través de las estrategias de enseñanza y aprendizaje a las que se recurre en determinadas materias escolares. Cita, a título de ejemplo, el registro en las aulas de observaciones como las siguientes: un alumno encontró un caracol en una caja de arena húmeda. La profesora aprovechó entonces la ocasión para dirigir la atención del grupo de estudiantes sobre sus cuernos y «la casita que llevaba encima». Cuando una niña quiso tocarlo, la maestra se lo impidió diciendo «Uy, no lo toques, es muy viscoso y está muy pegajoso; que uno de los niños lo coja y lo deposite fuera» (KING, R., 1978, pág. 43). Es obvio que comportamientos como los de esta profesora sirven para crear y reforzar el miedo de las niñas a los animales y bichos y, por tanto, contribuyen a frenar su curiosidad científica.
Otro registro del que nos da cuenta este mismo investigador testimonia cómo tampoco las temáticas técnicas se consideran apropiadas para la mujer. Así cuando en un aula de Educación Infantil una niña está intentando quitarle a un niño un puzzle que representa un avión. La profesora se lo impide, explicándole que, «a los muchachos les gustan los aeroplanos» (KING, R., 1978, pág. 68). Se definen de este modo intereses distintos para cada uno de los dos géneros, como si estuviesen inscritos en sus códigos genéticos.
Es mediante prácticas educativas similares a las anteriores como se sientan las bases de un autoconcepto, e incluso podemos decir de un nivel de aspiraciones que van a jugar contra la mujer.
Reproducir los códigos masculino y femenino, especialmente de una manera poco visible, por no decir, oculta, significa privilegiar a unas personas frente a otras, y en concreto, a los hombres frente a las mujeres. Restarles posibilidades a ellas tanto hoy como el día de mañana.
Mediante las estrategias metodológicas que rigen la vida escolar se crean y refuerzan patrones de conducta vinculados a las distintas clases sociales, se promueven pautas de identificación sexual y racial que contribuyen a que los alumnos y alumnas puedan ir de manera paulatina preparándose y relacionándose «convenientemente» con la posición que, desde las ideologías patriarcales y clasistas dominantes, se desea que ocupen el día de mañana.
A la hora de reflexionar acerca de la existencia o no de modos peculiares de educación de la mujer es obvio que también en este terreno se tienen que dar formas de penetración y resistencia.
La esencia de lo masculino y lo femenino se logra en los modelos de análisis patriarcales y/o machistas contraponiendo radicalmente y, a veces, exaltando los valores propios de un género frente a los del otro. Podemos constatar esto, por ejemplo, en el discurso tradicional acerca de los valores llamados «femeninos», entre éstos: el sentimiento, la sensibilidad, la irracionalidad, el erotismo, la pasividad, el subjetivismo, la preeminencia del proceso de vivir sobre los contenidos objetivos y las ideas, la incapacidad de sistematizar … En suma, lo que podríamos definir como la eterna, deliciosa y caprichosa jugosidad y volubilidad femenina frente al seco, intelectualista y normativo cartesianismo del ser humano de género masculino.
Cuando este «desequilibrio interesado» tiene alguna posibilidad de corregirse, desde las distintas esferas masculinas que controlan el poder se favorece la aparición en escena de un discurso de ataque y toda una perorata que suele poner el énfasis en el peligro y el horror de la «masculinización de la mujer», su alejamiento de las esencias de la feminidad, etc.
En nuestra sociedad actual, las mujeres vienen soportando una tradición histórica de opresión de signo machista. Querámoslo o no reconocer, el hombre se ha venido beneficiando a lo largo de la historia del trabajo de la mujer, trabajo que además le permitía ahorrar, económicamente hablando. Hasta no hace todavía mucho tiempo, la función de ser mujer se reducía a llevar las riendas del ámbito doméstico, es decir del cuidado de la casa, de los hijos e hijas, del marido y de los demás miembros masculinos que vivían bajo el mismo techo (abuelos, suegros, tíos, etc.), dependiendo del tipo de familia. Todo ese trabajo se consideraba como «obligación» vinculada a la pertenencia a un sexo, en este caso el femenino y, por lo mismo, sin los reconocimientos económicos y de prestigio social de los que gozaba el trabajo masculino. De esta manera, las discriminaciones sociales se disfrazaban y legitimaban sobre la base de condicionamientos fisiológicos y afectivos.
En aquellos primeros momentos de la historia en los que la mujer sale de casa para trabajar, ésta se ve obligada a ocupar los lugares que el hombre decide abandonar o donde éste como tal ya no es tan necesario. Esta feminización de un puesto de trabajo suele ir acompañada, en casi todas las ocasiones, de una minusvaloración y de la consiguiente «rebaja» económica en el salario que se tiene derecho a percibir.
Una situación similar se logra mantener en la medida en que se presupone que toda mujer necesita vivir bajo la tutela de algún hombre; en consecuencia, el sueldo que ésta percibe no tiene porqué considerarse de la misma «calidad» que el primero, el obtenido por el hombre. En realidad, este segundo sueldo es recibido como una «ayuda» al que verdaderamente garantiza el sustento económico de la familia, el del hombre; se trata de un salario de complemento.
La existencia de un discurso similar es lo que facilita que a la mujer se la pueda seguir explotando dentro de la familia. El hombre siempre podrá argumentar que el verdadero trabajo es el suyo y por lo tanto en el interior de la casa gozar de una especie de «bula» que le capacita para imponer su propio punto de vista, sus decisiones, así como para no intervenir en las tareas domésticas.
Este discurso ideológico, por supuesto es también reproducido y producido con la ayuda inestimable de la institución escolar. Durante los años que la mujer pasa en tal institución todo un conjunto de discursos textuales, de prácticas y de sistemas de evaluación van a estar contribuyendo a preparar esta característica de trabajadora «doble», en la familia y en los lugares de producción e intercambio. Poco a poco, apoyada por toda clase de discursos con una cientificidad interesada y de las consiguientes prácticas y sistemas de recompensa, se irá tratando de apalancar este panorama de la mujer como meramente «complementaria».
En los análisis que necesitamos realizar sobre el funcionamiento de los sistemas educativos y, más concretamente, acerca de cuáles son los verdaderos motivos que están detrás de los fracasos escolares de un gran número de alumnos y alumnas y de porqué desarrollan grados importantes de animadversión e, incluso, odio contra la instituciones educativas, algo que debemos necesariamente analizar son los valores culturales que este grupo de estudiantes asume y, más en concreto, los ligados a la variable género.
La investigación pionera en el tratamiento de la dimensión género y, por consiguiente, en el análisis de las culturas femeninas en el sistema educativo, es la que lleva a cabo Angela MCROBBIE (1978) en el Reino Unido.
Ésta se va a dedicar a partir de este y posteriores estudios, a desvelar qué se oculta debajo del constructo feminidad, qué significa ser femenina en nuestra sociedad. Entendiendo por feminidad aquellas relaciones de género socialmente construidas y aquellas asignaciones de formas culturales particulares, relaciones y discursos que convierten en desventajadas a las mujeres. Un concepto de feminidad concebido como una construcción ideológica en cada sociedad concreta.
La investigación de A. MCROBBIE analiza las culturas de cincuenta y seis muchachas comprendidas entre los 14 y 16 años de edad, pertenecientes a la clase obrera quienes además de acudir al mismo centro de enseñanza, pertenecen al mismo club juvenil. Sus padres trabajan mayoritariamente como obreros en industrias relacionadas, directa o indirectamente, con el sector automovilístico, y sus madres en tareas domésticas y algunas además, a tiempo parcial, como camareras, limpiadoras o secretarias.
Esta investigadora quiso ver cómo vivían estas jóvenes su propio género femenino y la clase social a la que pertenecían; qué peculiaridades las distinguen de sus compañeros; en qué medida y porqué los intereses, preocupaciones y respuestas de las chicas son diferentes de las de los chicos de su mismo contexto social, y de qué manera esta cultura femenina condiciona los roles que más tarde desempeñarán en el mercado laboral y su confinamiento en el ámbito doméstico.
Está claro que como punto de partida no podemos dejar de considerar que el contexto sociohistórico en el que viven viene marcado por una cultura patriarcal que la gran mayoría de situaciones y personas con las que entran en contacto perpetúan de modo irreflexivo. Cultura que se refleja en cuestiones rutinarias como pueden ser las de tener que dedicar todas las semanas un buen número de horas a tareas domésticas consideradas femeninas (hacer de canguro, tanto en su familia como en las vecinas, limpieza del hogar, compras, etc.). Tareas en las que no participan los miembros masculinos que integraban ese hogar. Las muchachas con las que toma contacto A. MCROBBIE tienen ocupadas entre 12 y 14 horas semanales en estos menesteres.
El tipo de investigación que A. MCROBBIE lleva a cabo se encuadra bajo el paraguas de los estudios etnográficos; para ello se sirve de la observación participante y de observadoras (para facilitar la comunicación), no observadores, realiza numerosas entrevistas y grabaciones de situaciones naturales, diarios, debates informales, cuestionarios, etc. Existe una preocupación explícita por captar el verdadero significado de los que las chicas observadas dicen y hacen, qué explicaciones están detrás.
Este colectivo femenino presenta características, que acostumbran a pasar desapercibidas o a ser consideradas como de sentido común, sin captar su auténtica importancia y su significado. Por un lado están en una edad en la que no pueden tener una autonomía completa, económicamente hablando. Todavía dependen de sus familias, pero éstas tampoco pueden satisfacerles todas sus necesidades pecuniarias, de ahí que se vean obligadas a ganar el dinero que necesitan para las actividades que ocupan su tiempo libre y sus aficiones, de manera principal, las relacionadas con la música, las discotecas y la moda. Una de las principales estrategias para conseguir algún dinero es colaborando en tareas calificadas de femeninas, como las de ejercer de canguros.
Por otra parte, en este momento su sexualidad cobra nuevas dimensiones. Entran en una edad en la que su desarrollo sexual ya les permite tener algún tipo de relaciones, esporádicas o más duraderas, con chicos. La visión de la sexualidad que tienen ahora estas jóvenes tiene más que ver con llamar la atención de los hombres, demostrarse que son capaces de atraerlos, y con lo que comúnmente se denomina los amores platónicos.
La educación sexual que se les ofrece, sin embargo, pasa por alto estas circunstancias y pone el énfasis en los aspectos más biológicos, en la sexualidad clínica, ignorando las dimensiones afectivas. Esta educación paradójicamente contribuye a que estas mujeres no acostumbren a tomar precauciones para evitar los embarazos, pues esto significaría que actúan premeditadamente, lo que contraviene de raiz las reglas que peculiarizan la cultura del romanticismo que asumen (MCROBBIE, A., 1978, pág. 98). Según ellas, tomar la píldora equivale a tener planificado lo que vas a hacer con los chicos, y si, además, esto se divulga es muy fácil que a esa joven le puedan otorgar la etiqueta de mujer fácil o buscona.
La inmersión en una ideología de romance, según la terminología de A. MCROBBIE, está en el fondo de muchos de los comportamientos de este colectivo femenino.
La vida cotidiana en la que se ven envueltas les impide una movilidad física similar a la de sus compañeros y hermanos. Así mientras su trabajo a tiempo parcial se circunscribe a tareas en el interior de su hogar o del de sus vecinos y vecinas, lo que les impide simplemente acceder a otras partes de la ciudad y gozar de las experiencias fruto de las actividades más de grupo y de ir de un lugar a otro con su pandilla, por el contrario, sus hermanos y amigos tienen más facilidad para obtener dinero, ya sea repartiendo periódicos, colaborando con agencias de apuestas, trabajando a destajo en algunos almacenes y supermercados, etc. De esta manera los muchachos de las clases trabajadoras pueden disponer de suficiente dinero como para asistir a competiciones deportivas, ir a discotecas, jugar en las máquinas tragaperras, etc.
Las actividades que realizan las muchachas se desarrollan a lo largo de un espacio físico de menores dimensiones. «Aparte de visitar a la hermana mayor casada, lo que a menudo realizan en grupo, sus días y noches se consumen moviéndose entre el colegio, el club juvenil y el hogar con una regularidad monótona» (MCROBBIE, A., 1978, pág. 100). Sus cotidianidades difieren no sólo de las de sus hermanos y compañeros, sino también de las de sus compañeras pertenecientes a clases y grupos sociales más acomodadas. Éstas, aunque también dedican algunas horas a tareas domésticas etiquetadas de femeninas, sin embargo disponen de tiempo y recursos monetarios para dedicarse a tareas más interesantes. Acuden a centros recreativos donde juegan al tenis, practican la natación, asisten a recitales de poesía, de teatro, a conciertos, etc., o, simplemente, «se enrollan» con chicos.
Pero donde se ve más clara esta interrelación entre las dimensiones de género y de clase social es sin duda en el interior de las instituciones escolares. Así, pese a que ya quedaron atrás los tiempos en que las mujeres o no podían asistir a determinadas instituciones y niveles escolares, o se veían obligadas a realizar un curriculum específico destinado a prepararlas para ser el día de mañana buenas madres de familia, no obstante las prácticas e interacciones cotidianas en estas instituciones siguen teniendo efectos en cuanto a la reproducción del sexismo y de las tareas y trabajos estigmatizados de femeninos. Sólo que ahora esta perpetuación de los códigos de género se realizan sin una conciencia explícita por parte de los docentes, sin pretenderlo.
Las jóvenes de la clase trabajadora de esta investigación, eran estudiantes que no se aplicaban con las tareas escolares, «pasan» de la escuela y, de este modo, manifiestan un importante fracaso escolar. Fracaso en cuya construcción están implicadas la variable clase social, la de género y un rechazo de todo lo que lleva aparejada la etiqueta «cultura escolar». Estas muchachas al igual que los «colegas» de Paul WILLIS, mantienen relaciones de rivalidad con sus compañeras pertenecientes a clases y grupos sociales más elevados, y a quienes despectivamente denominan: empollonas o «snobs». Las desprecian por su aplicación, diligencia y la responsabilidad en la realización de las tareas académicas.
Los intereses y los gustos de las muchachas de la clase trabajadora eran otros. Estas chicas se reían de las formas de vestir de las snobs, a las que acusan de llevar «ropas horribles» y de no calzar zapatos de tacón u otro tipo de faldas; critican el uniformismo de sus ropas. No pueden entender cómo salen con chicos de su misma edad o incluso menores a ellas. Desprecian el vocabulario que estas empollonas emplean, así como su afán por agradar al profesorado realizando sus tareas correctamente.
En la investigación de Angela MCROBBIE se confirma que estas jóvenes llegan a transformar el centro de enseñanza en el lugar por excelencia para desarrollar su vida social, a pesar de que éstas no se creen el discurso de la igualdad de oportunidades y de la movilidad social y rechazan la cultura que tanto el profesorado como los materiales escolares les presentan. Para ellas las instituciones académicas son, básicamente, un campo de juego en el que pueden ampliar su vida social encaprichándose de determinados chicos, burlándose de los profesores y profesoras, aprendiendo a fumar, a bailar, a preocuparse por las anécdotas de la vida de sus cantantes preferidos, de asuntos relacionados con la moda, etc. Incluso llegan a «introducir en el aula su sexualidad y su madurez física para forzar a los docentes a fijarse en ellas. Un instinto de clase les hace desembarazarse de la ideología oficial que para las chicas establece la escuela (limpieza, diligencia, aplicación, feminidad, pasividad, etc) y reemplazarla por otra más femenina, inclusive sexual. Así les gusta maquillarse para asistir a la escuela, pasan gran parte del tiempo de clase conversando en voz alta sobre muchachos y novios, y utilizando estos intereses para interrumpir el desarrollo de las lecciones …» (APPLE, M. W., 1983, pág. 111).
Este afán por seducir y coquetear, su preocupación casi exclusiva por el aspecto físico al final va a tener efectos reproductores ya que es fácil que únicamente señalen y refuercen un camino hacia el matrimonio y la maternidad, entendidas de la manera más tradicional y, por consiguiente, apoyen una ideología de rechazo del trabajo fuera del hogar, lo que dará como resultado que opten por abandonar pronto sus puestos laborales, en el caso de que los hayan conseguido, en al medida que su cónyuge pueda aportar recursos económicos suficientes para «subsistir». No podemos dejar de notar que al no poder alcanzar titulaciones o certificados de prestigio en las instituciones educativas su destino en el ámbito laboral está abocado irremediablemente a puestos poco cualificados, con escasas remuneraciones económicas y ligado a tareas aburridas y, en muchas ocasiones también, desagradables.
Su obsesión por el matrimonio, la familia, la sexualidad, la moda y la belleza contribuyen en gran medida a esta cultura femenina anti-escolar. Ninguno de los comportamientos que estas chicas llegan a producir está avalado, ni es defendido por la colegios e institutos de forma intencionada. Ni en los programas oficiales, ni en los libros de texto empleados en el aula, ni en las recomendaciones de los profesores y profesoras se pueden encontrar sugerencias que inciten a este tipo de comportamientos y valores que a ellas más les interesan y que llegan a producir. Estos efectos de signo reproduccionista no son, pues, fruto de ningún acto conspirativo, ni por parte del profesorado, ni de los legisladores, para reducirles sus posibilidades el día de mañana. Estas jóvenes producen unos comportamientos en los que los roles de la feminidad tradicional pasan a ser el centro de sus preocupaciones, y no porque éstos les fuesen enseñados «oficialmente» en la escuela, sino como resistencia a unos títulos, conocimientos y destrezas que ésta ofrece y que ellas saben que no les van a facilitar una movilidad social o una modificación en los roles en los que se van a ver envueltas.
La cultura femenina juvenil que de esta forma se genera no es sino el resultado de construcciones originales derivadas de las resistencias de las muchachas a los mensajes escolares que se les ofertan y que no favorecen el sacar a la luz y poner en cuestión el sexismo en, que sobre la base de implícitos, les toca respirar.
La idea base que moviliza sus conductas es la de pasarlo lo mejor posible, a pesar de estar inmersas en actividades rutinarias y/o aburridas. A su vez, otra idea obsesiva que día a día ellas mismas refuerzan, y que es fruto de la sociedad de consumo de la que participan, es la de obtener más dinero para sus necesidades y caprichos, para lograr todas aquellas cosas que verdaderamente les interesan, de manera fundamental, las relacionadas con la belleza y la moda.
Este encaminarse hacia un futuro negativo no es visto con perfecta claridad por esta juventud; pensemos que en esas edades se reciben mensajes muy contradictorios sobre qué tipo de trabajos adultos son más o menos interesantes. Incluso es fácil notar que las conversaciones de los adultos con los adolescentes y las adolescentes tienden a poner más énfasis en las dimensiones positivas que en las negativas; no es infrecuente escuchar algunas fanfarronerías sobre lo atractivo que son actividades de se caracterizan por todo lo contrario.
Las personas adultas y su afán de aparentar su triunfo en la sociedad están también en la base de esta «preparación para el fracaso», de ese camino hacia algo que para algunas de estas adolescentes tiene más parecido con el infierno.
Tampoco habría que excluir de nuestras interpretaciones de esta cultura antiescolar su deseo de alcanzar cuanto antes un rol de persona adulta o, lo que es lo mismo, una independencia económica que les permita independizarse de sus familias o, en el caso de optar o verse obligados a seguir en el domicilio familiar, ser tratados de igual a igual en el interior de éstas.
La familia, lo mismo que las instituciones escolares son vistas por los colectivos adolescentes como infantilizantes; como lugares en los que carecen de derechos, en los que únicamente tienen obligaciones, de ahí esos intentos tan numerosos de enfrentarse a las reglas que estructuran esos lugares, así como a las personas que simbolizan el poder, con la idea de demostrarse a sí mismos y a los demás miembros de su grupo que ya son seres adultos, pues esas normas y reglas «infantiles» ya no rigen para ellos y ellas.
Sin embargo es preciso destacar una nota peculiar de esta cultura de la feminidad que estas adolescentes construyen, es el tremendo sentido de la solidaridad entre ellas. Una prueba de ello es que en diversas ocasiones cuando tenían que optar entre escoger un amigo nuevo o permanecer con sus compañeras, más de una vez preferían mantenerse en contacto con el grupo. Entre otras cosas porque este tipo de chicas también suele tener muy claro que los muchachos manifiestan en estas edades unas actitudes sexistas teñidas de cierta brutalidad. Esto explicaría su preferencia por enamoramientos más platónicos, como los que podían mantener con sus ídolos musicales y actores; éstos en cierto sentido llegaban a convertirse en los verdaderos sustitutos de los muchachos más reales.
En resumen, vemos como los contenidos culturales, las tareas escolares y las estrategias didácticas a las que el profesorado recurre influyen y condicionan los procesos de pensamiento de su alumnado, determinando orientaciones concretas en sus expectativas y, en último término, contribuyendo a decidir su futuro.
No obstante, también sabemos que en la actualidad es posible implicar a las instituciones escolares en un frente de acción contra las distintas modalidades de discriminación social en función del sexo de las personas.
Con las nuevas metodologías de investigación de corte etnográfico se empieza a poder ver cómo existe una rica y dinámica vida dentro de cada una de las instituciones escolares; vida que goza asimismo de una relativa autonomía. Esta autonomía es la que posibilita generar contradicciones que contribuyen a facilitar la superación de las conductas sexistas.
En los análisis acerca del sistema educativo y de las prácticas de enseñanza y aprendizaje que tienen lugar en las aulas es preciso abandonar los lenguajes y análisis excesivamente críticos y paralizantes que no presentan posibilidades reales para una acción liberadora.
La creación de grupos de Investigación-Acción, donde el trabajo cooperativo, las relaciones de colaboración y el ejercicio de la democracia sean una preocupación constante, es una de las propuestas alternativas con mayores posibilidades en la construcción de un pensamiento y prácticas contrahegemónicas. Mediante estrategias similares es como el curriculum oculto de género podrá no sólo ser desvelado, sino que también contrarrestado.
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La discriminación sexista en el lenguaje en las aulas
Entre las formas a través de las que se promueve la discriminación está la del lenguaje que se emplea normalmente en las instituciones escolares. Mediante la comunicación ordinaria se silencia y oculta casi siempre lo femenino.
La primera función del lenguaje es la de ser un medio de comunicación que permite expresar lo que pensamos y sentimos a otras personas; pero es necesario reconocer que el lenguaje que cada comunidad emplea, en cada momento histórico concreto, incorpora como cristalizadas las creencias, pensamientos y vivencias de las personas que nos lo transmitieron.
El lenguaje no es neutro, no sólo porque quien habla deja huellas de su propia enunciación, revelando así su presencia subjetiva, sino también porque la lengua inscribe y simboliza en el interior de su misma estructura la diferencia sexual, de forma ya jerarquizada y orientada.
Lógicamente, estos dos planos, el de la lengua como sistema y el de la utilización lingüística, no están separados, sino que constantemente entran en una interacción recíproca. O sea, en la medida que reproduce simbólicamente en su interior diferenciaciones de género, el lenguaje configura de antemano la estructura de los roles sexuales que más tarde serán asimilados por las personas que hablan y reproducidos en el uso lingüístico. Ser mujer y ser hombre implicará, por lo tanto, subsumir en la propia palabra las representaciones ya presentes en el sistema lingüístico y acomodarse a ellas.
El lenguaje es el lugar donde se organiza, bajo forma de códigos sociales, la creación simbólica colectiva, la subjetividad de las personas fruto de las experiencias en las que éstas participan.
Como pone de manifiesto Alvaro GARCÍA MESEGUER (1984, pág. 60), «los árabes tienen un número extraordinariamente alto de vocablos relacionados con el camello, y los esquimales poseen varias palabras para designar la nieve (nieve que cae, nieve suave, nieve amontonada). Ello es sólo un reflejo de la importancia que en sus culturas tienen el camello y la nieve, respectivamente. En cambio, los aztecas tenían una sóla palabra para nuestros conceptos de nieve, hielo y frío, lo que no puede sorprender, dado el clima en que vivían». La abundancia de unos determinados vocablos para referirse a algo ya denota el grado de importancia y significatividad que ese concepto, objeto o situación posee para esa cultura concreta que los construyó.
La lengua hablada en cada momento histórico pone de relieve valoraciones de sus hablantes. Así, en una cultura muy intelectualizada es fácil que los vocablos afectivos sean significativamente menos numerosos que los de carácter más intelectual y técnico. Algo que ya había puesto de manifiesto el siglo pasado el antropólogo y lingüista HUMBOLDT cuando afirma que los seres humanos describen la objetividad del universo desde la subjetividad de la lengua. La imagen que se hacen del universo está condicionada por la lengua que hablan. Este autor que fue tachado de idealista, llega a decir claramente: «El hombre nace en una lengua y cada lengua impone al que habla una anterioridad activa de sus experiencias pasadas, el peso de generaciones innumerables que gravitan sobre una sóla. … La lengua que cada hombre habla constituye el horizonte de su subjetividad».
De alguna manera el lenguaje contribuye a delimitar y organizar lo que se puede pensar. Por ello, a mi modo de ver, es factible pensar que la larga tradición de dominación masculina dejó su huella en la conformación del lenguaje que poseemos en la actualidad. El hecho de que nuestra comunicación cotidiana tienda a ocultar a la mujer se hace patente en la medida que se opta por el empleo sucesivo y reiterado de voces masculinas en sentido genérico.
En los idiomas no podemos considerar el género exclusivamente como una categoría gramatical que regula hechos concordantes puramente mecánicos, sino que, por el contrario, como demuestra Patrizia VIOLI (1991, págs. 36-37), es una categoría semántica que manifiesta dentro de la lengua un simbolismo profundo ligado al cuerpo: su sentido es precisamente la simbolización de la diferencia sexual.
Un buen ejemplo de cómo la utilización de genéricos masculinos juega a favor del hombre es el «problema» que encontré en una publicación feminista y que planteé alguna a vez a mis alumnos y alumnas y cuya resolución les resultó muy dificultosa:
«Un padre con su hijo de diez años, va en moto a gran velocidad en una noche de niebla. La moto derrapa, el padre muere, el hijo queda en estado muy grave. Una ambulancia le lleva al hospital más próximo. Hay que operarle inmediatamente.
Cuando el cirujano de guardia entra en el quirófano y ve al chico, deja caer los brazos y murmura: «No puedo operarle; es mi hijo»».
La explicación de este aparente absurdo es difícil que pueda ser resulta por una persona con una concepción de la vida machista. A las personas que no están sobre aviso de estos problemas «lingüísticos» este problema suele costarles bastante llegar a resolverlo.
El absurdo que recrea el problema así narrado estriba en que cuando nos referimos al personaje «cirujano» lo hacemos empleando un genérico masculino. En este caso se trata de una figura femenina la que desempeña el papel. Recurrir a este tipo de genéricos, dado que las figuras femeninas en la especialidad de cirugía no acostumbran a ser muy frecuentes, potencia, además, la atribución de tales competencias profesionales al ámbito de los varones. Vemos de este modo como el lenguaje contribuye de una manera significativa a la promoción de fijaciones y estereotipos sociales, favorece una «masculinización» de la realidad.
Es preciso recordar, sin embargo, que en la lengua castellana, existen genéricos femeninos también. Pero en numerosos casos con significados diferentes, como fruto de experiencias reales pasadas y, en ocasiones, todavía presentes. A título de ejemplo podemos recordar que por lo general no es lo mismo un «secretario» que una «secretaria», un «cocinero» que una «cocinera», al igual que «gobernante» y «gobernanta», «verdulero» y «verdulera», «fulano» y «fulana», «entretenido» y «entretenida», «hombre público» y «mujer pública», etc.
Este tipo de problemática presenta dos tipos de cuestiones entremezcladas: por una parte, la falta de costumbre de la mujer en desempeñar ciertas actividades o su reciente incorporación y, por otra, el lenguaje que refuerza el silenciamiento de la mujer y dificulta que el pensamiento pueda asumir su «normalidad».
Como también señala Jenny CHESHIRE (1985), son abundantes los datos que atestiguan, basándonos en experimentos psicolingüísticos que cuando se nos formula una frase que contiene un pronombre masculino la interpretamos como referente a un sujeto masculino y no a una femenino. Algo que pudimos comprobar en un aula de Educación Infantil. En un determinado momento la profesora, dirigiéndose a una mesa en la que estaban sentadas niñas y niños, dice:
– «Que uno de vosotros reparta los botes de pintura por las mesas».
Justo al acabar de pronunciar esa frase una de las niñas pregunta:
– «¿Y por qué no lo puede hacer también una niña?».
La profesora en ese momento se queda sorprendida y les comenta que no había querido señalar que tuviese que ser precisamente un niño. Argumenta que ella había empleado esa expresión con el significado de «persona», por lo que podía ser lo mismo una niña que un niño.
De todos modos las niñas no llegaron a asimilar correctamente tal explicación porque unas semanas más tarde vuelve a reproducirse un incidente similar:
A medida que los niños y niñas van acabando de pintar, la profesora les manda a lavar las manos:
– «Venga niños, iros a lavaros las manos», dice la maestra.
– «¿Y las niñas?», pregunta una voz de niña.
– «¡Claro!, ¡También!. vamos todos a lavarnos las manos, los niños y las niñas» -rectifica la profesora».
Situaciones como estas, frecuentes en los niveles de Educación Infantil y primer ciclo de Primaria, nos ponen de manifiesto cómo, especialmente a las niñas, les cuesta interiorizar que el masculino y el neutro pueden llegar a englobar a ambos sexos
En la situación anterior, en buena lógica si la palabra «persona» era el referente, debería emplearse el pronombre en femenino. De todas maneras, rápidamente se levantó un niño, cogió varios botes de pintura y fue él quien los repartió. En el fondo, por lo tanto, se refuerza el dominio de lo masculino y máxime en una situación en la que este tipo de actividad (andar con botes de pintura en las manos, con el riesgo de mancharse, etc.) es algo que la sociedad machista tiende a asociar como tarea propia de niños y hombres.
Es preciso detenerse a analizar este tipo de desequilibrios lingüísticos pues, como muy bien pone de manifiesto Robin LAKOFF (1981, pág. 71), centran la atención en desequilibrios y desigualdades del mundo real; son claves que indican que hay que cambiar cierta situación externa. Una educación verdaderamente democrática y justa necesita plantearse este tipo de cuestiones a la hora de analizar las discriminaciones de género en las aulas.
Si las palabras son uno de los medios a través de los que las niñas y niños se van informando acerca del mundo en el que viven, es obvio que no podemos pasar por alto su consideración. Mediante las palabras los alumnos y alumnas aprenden no sólo a reconocer y clasificar personas, animales y cosas, sino también a adquirir categorías evaluativas que, de alguna manera, contribuyen a modelar su futuro sistema de valores, sus juicios sobre la sociedad de la que son partícipes, en una palabra, reconstruyen la cultura. Las palabras, juegan un destacado papel como guías de su percepción de la realidad.
Algo en lo que vienen coincidiendo la práctica totalidad de las investigaciones sobre el lenguaje que se emplea en las aulas (de manera especial el que utilizan las profesoras y profesores en sus interacciones con el alumnado) es en que el lenguaje que se emplea con las niñas y niños en los periodos de Educación Infantil y Educación General Básica refuerza posturas, expectativas y «estereotipos» acerca de lo que se considera una conducta masculina y femenina aceptable en el marco de cada sociedad.
En este sentido son significativas las conclusiones a las que llegan Naima BROWN y Pauline FRANCE (1988) en sus investigaciones sobre las interacciones entre el profesorado y las niñas y niños en las clases de preescolar y guarderías. Los calificativos y, en general, las expresiones empleadas para referirse y comunicarse con el alumnado estaban claramente influenciadas por su género. Así, las niñas eran bombardeadas con apelativos cariñosos tales como: «cariño», «tesoro», «amor», «preciosa», «cielito», «bonita», etc.; mientras que los que se dirigían a los niños reforzaban la conducta ruda que se esperaba de ellos, por ejemplo: «gamberrete», «tigre», «fortachón», «tragoncete», etc.
Cualquiera puede observar como en las aulas incluso existe una diferencia en los nombres que se les ponen a las niñas y a los niños. Los nombres de las niñas acostumbran a ser más polisilábicos, melodiosos y suaves, por el contrario, entre los de los chicos suelen dominar los más cortos, contundentes y, podríamos decir, explosivos. Algo que va a reforzar las expectativas de dulzura y suavidad que se espera de la mujer y la contundencia y frialdad intelectual con el que nos imaginamos a los hombres.
Es también a las chicas a quien se considera más necesario acortar los nombres en la comunicación ordinaria, amistosa, así por ejemplo a Francisca se le llama frecuentemente «Paqui», a Teresa, «Tere», a Pilar «Pili», etc. Existe una mayor tendencia a suavizar y dulcificar los nombres femeninos, algo que no es frecuente en el mundo de los niños. A éstos sólo existe un momento en los que se «admite» la visibilidad del cariño, cuando son más pequeños, o sea, cuando asisten a los centros de Educación Infantil. Es frecuente que las profesoras que trabajan con niños de tres o cuatro años «suavicen» sus nombres, llamándoles «Pedrito», «Pablito», «Juanín», «Josito», «Manolín», etc. Sin embargo,, cuando estos niños pasan a la última clase, a la de cinco años, comienzan a ser menos frecuentes estas manifestaciones de cariño a través del lenguaje. A partir de este momento se produce, lo que podemos denominar, una estimulación de la «masculinidad»; aparece como «poco varonil» el manifestar signos de calidez y afecto. A medida que el niño avance a través del sistema educativo, cada vez oirá menos su nombre pronunciado cariñosamente, recurriendo a diminutivos.
Esta peculiaridad, sin embargo, no tiene nada que ver con el mundo de las niñas.
Si la institución escolar utiliza constantemente el lenguaje oral y escrito como vehículo de transmisión y reconstrucción de saberes, normas y valores sociales, e incluso trata a la lengua como objeto de estudio y reflexión, es decir, propone una norma cuyo aprendizaje conlleva discernir lo que es correcto de lo que no lo es, es evidente la importancia que adquiere el tratar de modificar ciertos usos actuales, por muy difícil que parezca. No podemos olvidar que el androcentrismo dominante en el lenguaje es consecuencia de una construcción sociohistórica; sus codificaciones presentes han venido tomando forma a lo largo de los años en clara conexión con las concepciones del mundo hegemónicas de cada momento.
La constante evolución de las lenguas pone de relieve precisamente su capacidad de adaptación a los cambios de valores que se producen en la sociedad; demuestran el vigor de determinados colectivos que con tenacidad y decisión logran introducir dimensiones de su propia filosofía a través de términos y giros lingüísticos.
El androcentrismo reinante es constatable en el uso sistemático -y normativo- del masculino para designar colectivos que incluyen a personas de ambos sexos, no importando que la mayoría de estas personas sean mujeres o niñas o, incluso, cuando en el grupo existe únicamente un sólo hombre. Este uso y abuso del género masculino tiene repercusiones importantes sobre la identidad femenina: permite silenciar la diferenciación existente e ignorar la presencia y especificidad de personas del otro sexo. Como muy acertadamente sintetiza Patrizia VIOLI (1991, pág. 162), «en un mundo en el que todo es «otro», las instituciones, la cultura, la forma misma de la subjetividad, acceder al lenguaje y a la palabra no es un proceso sin dolor, porque supone una separación del mundo de lo inmediato, un distanciamiento de uno mismo, una pérdida del alguna forma. Cada palabra, cada discurso, cada escritura lleva en sí esta distancia, afirma un ser en el mundo que es siempre un alejarse del propio centro, un objetivarse en una forma en la que no se reconoce uno a sí mismo, un perderse a sí mismo».
Un enmascaramiento y silenciamiento como el que produce esta masculinización del lenguaje contribuye, por consiguiente, a querer encerrar en el silencio a la mujer y al ámbito de lo femenino, algo que es totalmente contrario con la filosofía más esencial de una educación crítica y comprometida con la liberación del ser humano.
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Las relaciones sociales dentro del aula
Otra manifestación de prácticas sexistas que llama pronto la atención es el tipo de relaciones sociales que acostumbran a existir en las aulas, especialmente las modalidades de interacción entre chicos y chicas.
Diversas investigaciones recientes vienen haciendo patente que las niñas y niños encaran las tareas de colaboración de manera diferente; que como fruto de los procesos de socialización en los que participan, las chicas tienen una mayor propensión al trabajo en colaboración, mientras que los chicos optan con más facilidad por el trabajo individual, en solitario.
En las instituciones escolares tradicionales era costumbre que los chicos y chicas estuviesen agrupados en espacios diferentes. Recordemos que es fundamentalmente a partir de la Ley General de Educación de 1970 cuando se llega a apostar por los modelos de escuela mixta.
Desde ese momento la coeducación, por lo menos de manera formal, se hace realidad. En la actualidad podemos decir que los únicos vestigios de enseñanza segregada por razón de sexo se mantienen sólo en algunas instituciones privadas, principalmente las ligadas a ciertas organizaciones de carácter religioso, en especial al Opus Dei.
Por lo que respecta a las modalidades de organización y agrupamiento del alumnado en el interior de las aulas existe una cierta propensión a su distribución en grupos, de manera principal en los niveles de Educación Infantil y Primaria.
El peso de lo que podemos denominar la pedagogía moderna hizo que una parte muy importante del profesorado llegase a optar por alguna forma de agrupamiento, ya sea de una manera permanente, ya ocasional, que pasa por la constitución de grupos en el interior de las clases.
La mayoría de las profesoras y profesores se vienen pronunciando en favor del trabajo en grupo, tal y como comprueban Pierre VAYER y Charles RONCIN (1989, pág. 153); reconocen el valor de los intercambios y la colaboración entre el alumnado; otra cosa es que luego esta modalidad de trabajo se haga realmente efectiva.
En las dos últimas décadas la psicología constructivista que promueve la Escuela de Ginebra inspirada en el pensamiento de Jean PIAGET y la psicología del aprendizaje ausubeliana, con sus énfasis en la necesidad de conflictos sociocognitivos, y la psicología de Lev S. VIGOTSKI y los conceptos de Zona de Desarrollo, etc., proporcionan también todo un conjunto de argumentos que llegan a alcanzar una notable difusión y que insisten en la conveniencia de estas modalidades de agrupamiento.
Esta nueva filosofía educativa llega a ser recogida incluso por la nueva legislación que elaboran las Administraciones Educativas. Así, en el Estado Español, tanto la Ley General de Educación de 1970, como la L.O.G.S.E., invitan al profesorado a que promueva el trabajo en grupo en sus aulas, a que esta modalidad de trabajo se convierta en algo normal y cotidiano.
Sin embargo, aunque el discurso que verbalizan los profesores y profesoras apoya esta modalidad organizativa, como también subraya J.-F. PERRET (1981), «es difícil discernir entre lo que depende de una convicción realmente experimentada, o una aceptación conformista de las nuevas perspectivas pedagógicas oficiales».
La pedagogía activa y constructivista en un número importante de casos no pasa de ser un estado de ánimo, algo con lo que sí se llega a estar de acuerdo, pero cuya traslación a la práctica no se sabe como llevar a cabo.
Una pedagogía no sexista tiene además otro tipo de argumentos para justificar el trabajo cooperativo en las aulas e instituciones escolares. Son los derivados de una larga tradición de separación de funciones y, por consiguiente, de creación y reproducción de numerosos estereotipos acerca de las capacidades idiosincrásicas de las niñas y niños.
El aprendizaje cooperativo en grupos mixtos en razón del sexo de sus integrantes está siendo considerada en la actualidad como una de las estrategias con potencial para reducir la segregación y marginación de las mujeres. Existen investigadoras e investigadores que piensan que, además, esta fórmula de organización y realización del trabajo puede servir de ayuda para eliminar o, al menos, reducir de una manera significativa, el fuerte espíritu de competitividad que reina en la mayoría de las aulas.
Diversos estudios recientes aportan pruebas de que el aprendizaje cooperativo fomenta el desarrollo de relaciones interpersonales más sólidas a la par que favorece la consecución de mejores resultados educativos (BOSSERT, S., 1979; SHRUM, W. y CHEEK, N., Jr., 1988). Esta modalidad de trabajo escolar viene dando unos resultados muy aceptables como estrategia para fomentar la relaciones multiculturales e interraciales dentro de las aulas, para integrar a las niñas y niños con algún tipo de minusvalía o discapacidad, etc. Una buena prueba de ello es la apuesta que la mayoría de las políticas educativas de los países más desarrollados están haciendo por la integración del alumnado con minusvalías físicas y psíquicas en las aulas ordinarias.
No obstante, pese a las conclusiones que parecen derivarse de las investigaciones y propuestas legislativas que van en esta onda, es necesario tratar de evitar un excesivo optimismo que podría llevar a implementar este tipo de prácticas sin más. Las investigaciones de las que tenemos noticia y que apuestan por este tipo de estrategias de enseñanza y aprendizaje cooperativas explican su éxito en una parte muy decisiva en la cualificación de las profesoras y profesores. Las políticas de integración, ya sea de género, raza, etnia, cultura, minusvalías, etc. precisan como una de las condiciones sine qua non que el profesorado sepa seleccionar planificar contenidos significativos, proponer las tareas educativas interesantes, proporcionar los recursos adecuados, etc.
En la actualidad, disponemos de un mayor número de investigaciones centradas en el aprendizaje en grupo de estudiantes con capacidades diferentes, o incluso para promover la integración de personas de razas y culturas diferentes. Tengamos presente que los conflictos raciales, algunos de ellos acompañados de una importante violencia física, llegaron a crear verdaderos problemas en países y estados como el Reino Unido, Estados Unidos, Australia, Alemania, Francia, etc., lo que obligó a las Administraciones Públicas, y por lo tanto, a los Ministerios de Educación a promover investigaciones y experiencias pedagógicas integradoras, para tratar de paliar tales conflictos.
Por el contrario, la preocupación sobre la discriminación de género es un interés mucho más reciente para las Administraciones Públicas; creo que entre otras cosas porque esta modalidad de marginación no llegó a crear tantos conflictos «visibles» como otras formas de discriminación. De hecho, hasta el momento, disponemos de un menor número de investigaciones dirigidas a analizar el impacto del trabajo cooperativo en grupos mixtos, tomando en consideración el sexo de sus componentes.
Es principalmente a partir de la década de los ochenta cuando distintos investigadores e investigadoras, como V. LEE y A. BRYK (1986), B, THORNE (1985), B. THORNE y Z. LURIA (1983, 1986), L. C. WILKINSON, J. LINDOW y C. P. CHIANG, (1985), etc., comienzan a urgir la realización de estudios dirigidos en esta dirección.
Revisando algunos de los que hasta el presente tenemos noticia como, por ejemplo, el que llevan a cabo P. L. PETERSON y E. FENNEMA (1985), se puede constatar que los climas de aula competitivos favorecen el que los muchachos puedan obtener mejores resultados académicos que las chicas. En este trabajo se pone de relieve que las mejoras cognitivas están relacionadas negativamente con la frecuencia de interacciones competitivas y, por el contrario, vinculadas positivamente con la frecuencia de oportunidades para el aprendizaje cooperativo o, incluso, individualizado. Sin embargo, existen también investigaciones que llaman la atención sobre los efectos negativos para las niñas del aprendizaje cooperativo en grupos mixtos (COOPER, L.; JOHNSON, D. W.; JOHNSON, R. y WILDERSON, F., 1980).
La tendencia que manifiestan los colectivos estudiantiles a conformar grupos de trabajo del mismo sexo cuando se les da libertad para ello, la comprueban también M. E. LOCKHEED, K. J. FINKELSTEIN y A. M. HARRIS (1979) al observar en los resultados de una encuesta que, alrededor del sesenta y cinco por ciento de los alumnos y alumnas de enseñanza primaria preferían trabajar en grupos cuyos miembros fuesen todos del mismo sexo.
Tanto en los periodos de escolarización en los centros de Educación Infantil como en los niveles educativos siguientes es fácilmente comprobable esta preferencia por los grupos unisex, tanto para la realización de tareas académicas como para las actividades de juego y el establecimiento de relaciones de amistad. Esta opción a la hora de las preferencias llega a crear verdaderas barreras para la conformación de grupos de aprendizaje cooperativo, en la medida que de esa forma es muy difícil neutralizar los abundantes estereotipos y expectativas negativas que los distintos grupos sociales dominados por los hombres vienen sosteniendo y reproduciendo; se crean incluso estilos de trabajo y modalidades de comunicación peculiares para cada sexo que contribuyen a perpetuar una incomunicación entre hombres y mujeres.
No caer en la cuenta de que las preferencias comunicativas están también afectadas culturalmente, por los prejuicios y expectativas construidos y reforzados por muchos siglos de dominio patriarcal, dificulta incluso la elaboración de explicaciones científicas, el desvelar el peso de las ideologías hegemónicas. Un ejemplo de esta ceguera es el que se reproduce en el interior de la propia psicología en algunas escuelas como el psicoanálisis o las orientaciones más gesselianas. Éstas, a la hora de explicar las peculiaridades del desarrollo humano, van a constatar y argumentar como algo «natural», «innato» al ser humano, la desaparición del interés por los miembros del otro sexo en determinados momentos del desarrollo, de manera especial, en los años que abarca la educación primaria, más o menos entre los seis y los once años de edad. Se traslada al ámbito de lo innato, de los códigos genéticos, lo que no es sino fruto de experiencias socioculturales concretas. Es lógico que si durante todo ese tiempo las niñas y niños son obligados a vivir en espacios incomunicados y sometidos a bombardeos acerca de lo que significa ser hombre o ser mujer, dificilmente puedan manifestar interés real por colaborar con quienes son presentados como totalmente distintos a uno mismo.
Trabajar por la igualdad de hombres y mujeres obliga por tanto no sólo a favorecer que puedan trabajar en equipo, sino incluso a forzar tal situación, o sea, a proponer situaciones de discriminación positiva, a tratar de ocuparse más de quienes hasta el momento llevaban la peor parte, las mujeres.
Los resultados de una investigación llevada a cabo por M. E. LOCKHEED y A. M. HARRIS (1984), en 29 aulas escolares, vienen a subrayar que cuando en los procesos de enseñanza y aprendizaje se recurre sólo esporádicamente a la constitución de pequeños grupos de trabajo integrados por personas de los dos sexos y sobre ellos apenas existe una supervisión de las profesoras o profesores, no sólo no llegan a reducirse los estereotipos de género, sino que incluso es fácil que se incrementen. Los datos de esta investigación permiten concluir que la participación en esa modalidad de agrupamientos proporcionaron a los muchachos experiencias de mando y dirección que coadyuvaron a una mejora de sus autoimágenes. Los varones de esas aulas se vieron a sí mismos como solucionadores de problemas y líderes, y percibieron a la chicas como sus seguidoras. Por el contrario, las niñas que participaban en estos grupos esporádicos, inusuales, como fruto de esta clase de experiencias llegaron a manifestar menos interés y deseos de trabajar en grupos heterosexuales en el futuro. Sin embargo, este mismo equipo investigador, en otro estudio publicado con anterioridad, en 1982, con los datos que llegan a obtener concluyen que el alumnado que trabaja en el ámbito de las ciencias en grupos mixtos en cuanto al género de sus integrantes llegó a manifestar actitudes mucho más positivas hacia el trabajo cooperativo en grupos heterosexuales; llegaron a comprobar además una reducción en cuanto a los estereotipos de género. Las percepciones y expectativas de estos niños y niñas estaban menos prejuiciadas respecto a lo que consideraban que los integrantes del otro sexo podían llevar a cabo.
Existen, asimismo, otras investigaciones que indican que se produce una caída en el rendimiento académico e, incluso, físico de las mujeres cuando participan en grupos de trabajo mixtos heterosexuales (WEISFELD, C. C.; WEISFELD, G. E.; WARREN, M. A. y FREERMAN, D. G., 1983); o que destacan que el alumnado desarrolla actitudes negativas ante los agrupamientos cooperativos heterosexuales (SERBIN, L; TONICK, I. J. y STERNGLANZ, S. H., 1977).
Otros análisis sugieren que las diferencias entre los rendimientos de los chicos y las chicas cuando trabajan en grupos cooperativos heterosexuales se deben, por ejemplo, al grado de dominio que poseen quienes lo integran de los contenidos de la asignatura en cuestión. Así, M. E. LOCKHEED y K. P. HALL (1976) concluyen que, en bachillerato, cuando el alumnado no tenía ninguna clase de experiencia en relación con el tema objeto del trabajo en grupo, era factible observar la existencia de un dominio de un género sobre el otro, en concreto de los chicos sobre las chicas. Sin embargo, cuando el colectivo estudiantil ya poseía algún grado de conocimiento y experiencia acerca de la temática que se sometía a discusión, era menos probable que se diese un dominio o imposición de los varones.
Otra de las explicaciones que se tienen promulgado para explicar las diferencias en las realizaciones de los muchachos y muchachas cuando trabajan conjuntamente en equipo, se centra en las diferencias que se producen en las comunicaciones que aquí tienen lugar. En el seno de grupos pequeños, los varones tienen más éxito que las mujeres, a la hora de obtener ayuda cuando la solicitan. Las muchachas mostraban una mayor disposición de ayudar a los chicos cuando éstos lo solicitaban. Sin embargo, cuando las chicas pedían colaboración y aclaraciones a los muchachos, éstos ignoraban tales solicitudes con bastante frecuencia. Estas pautas de comportamiento eran particularmente característica de los grupos con altos niveles de rendimiento (WILKINSON, L. C.; LINDOW, J. y CHIANG, C. P., 1985).
En la actualidad disponemos de investigaciones con resultados, a veces, muy contradictorios. Así, haciendo una revisión, podemos encontrarnos con trabajos, por ejemplo el ya citado de M. E. LOCKHEED y A. M. HARRIS (1984), que concluyen que las estrategias de enseñanza y aprendizaje basadas en grupos mixtos de trabajo cooperativo favorecen a los varones, ya que de esta manera llegan a alcanzar poder y prestigio con mayor facilidad; los chicos muestran en el seno de tales grupos su control y dominio de la situación, entre otras cosas, a través de la selectividad que ejercen a la hora de decidir cuándo y a quiénes se dirigen en sus comunicaciones.
No obstante, otras investigaciones llegan a matizar este tipo de resultados al subrayar que las diferencias en el rendimiento académico en función del género tienen que ver más bien con el espíritu competitivo que reina en la mayoría de las instituciones escolares. Los varones, como fruto de una mayor estimulación que la sociedad lleva a cabo sobre ellos, fomentando continuamente grandes dosis de competitividad en todos los terrenos de la vida, estarían más preparados para competir y menos para cooperar también en las instituciones escolares. Las chicas, en la medida que la presión familiar y de la sociedad, en general, contribuye a hacerlas más inhibidas y retraídas, en esa medida no podrían hacer frente con facilidad a la necesidad de mostrar su poder, pondrían menos énfasis en defender sus derechos (MALTZ, D. N. y BORKER, R. A., 1983).
De alguna manera, los distintos resultados y, con frecuencia, contradictorios de las pocas investigaciones existentes acerca las relaciones sociales y el trabajo en equipos mixtos en cuanto al género en el interior de las aulas y centros escolares, debe servir para estimularnos a profundizar en esta temática. Es factible pensar que no baste el que los alumnos y alumnas, sin más sean dejados en libertad a la hora de elegir a sus compañeros y compañeras de equipo, o que, una vez que ya optaron por constituir grupos heterosexuales, nos quedemos satisfechos y pensemos que la igualdad y cooperación ya fueron logradas.
Es claro que conseguir unos resultados como los que acabamos de decir, o sea, que el alumnado sea capaz de agruparse en equipos mixtos en cuanto al sexo de sus componentes, ya supone un notable logro. Sin embargo, al profesorado le compete también preocuparse de que en el interior de tales grupos no se refuercen estereotipos y expectativas discriminatorias para las mujeres que allí se encuentran.
Pienso que es necesario llevar a cabo intervenciones más directamente intencionadas de cara a facilitar la cooperación y solidaridad entre los chicos y chicas en las instituciones escolares y, por supuesto, en la sociedad en general.
Recordemos que siempre los automatismos favorecen la reproducción de las perspectivas hegemónicas, de las ideologías dominantes. De ahí que se precise de un esfuerzo consciente y vigilante si se desea su superación.
Esto es lo que explica que incluso las profesoras, en sus acciones espontáneas, en sus rutinas puedan ir en contra de sus intereses como mujeres. Algo que se puede constatar cuando vemos como normalmente tienden a dirigirse con más frecuencia a los chicos y, lo que suele ser más sorprendente, sin que tales profesoras sean conscientes de este tipo de interacciones. Algo que también ponen de manifiesto bastantes investigaciones. Así, existen estudios que constatan que tanto los profesores como las profesoras no se comportan del mismo modo según que traten con un chico o con una chica (GOOD, T.; SIKES, J. y BROPHY, J., 1973). Los muchachos acostumbran a tener más relación con el profesorado y consiguen acaparar más su tiempo y su atención (HARTLEY, D., 1978; SUBIRATS, M. y BRULLET, C., 1988). En el estudio que llevaron a cabo D. SADKER, M. SADKER y D. THOMAS (1981) informan que los varones, tanto en las aulas de enseñanza primaria como en las de secundaria, tenían ocho veces más probabilidades que las chicas de ser invitados a intervenir. Disponemos, asimismo, de investigaciones que dan a entender que los profesores y profesoras consagran mayor interés a los muchachos y que incluso tienen dificultad para acordarse del nombre de las chicas (STANWORTH, M, 1983).
Dado que las interacciones entre el profesorado y los niños son más numerosas, llegan a conocerlos mejor como individuos y por tanto tienden a hacerles un seguimiento más personalizado que a las chicas, quienes en su mayoría se encuentran en el grupo silencioso e invisible (SPENDER, D., 1982; TORRES SANTOMÉ, J., 1991). Además, dado que los comportamientos más conflictivos en las aulas acostumbran a estar producidos por los niños y que éstos, porcentualmente, tienen más dificultades de aprendizaje que las niñas, tanto los profesores como las profesoras suelen estar más pendiente de ellos. Y precisamente porque los resultados insuficientes de los niños se atribuyen en mayor medida que el de las chicas a una falta de motivación y, por tanto, a una falta de seriedad en el trabajo, se les felicita con mayor frecuencia por sus buenos resultados.
Esta peculiaridad de la interacción del alumnado con sus profesores y profesoras tiene, asimismo, repercusiones de mayor alcance. Así, los chicos acostumbran a recibir las críticas de sus docentes de manera distinta que sus compañeras. Los muchachos consideran que las críticas que les hace el profesorado son ambiguas y que casi nunca llegan a poner en cuestión su nivel de aptitudes (CALLAGHAN, C. y MANSTEAD, A. S. R., 1983). De este modo, aunque en un curso no salgan bien parados, es posible que si al año siguiente se encuentran delante de una nueva profesora o con asignaturas diferentes, puedan tomar un nuevo impulso y llegar a ser considerados como estudiantes excelentes; los juicios que en años anteriores pueden haber recibido, dada la ambigüedad, con la que los percibieron, no llegaron a afectar de una manera decisiva a su autoestima y su capacidad de enfrentarse a nuevas tareas.
Con las chicas, sin embargo, esta cuestión es frecuente que funcione de otra manera. Muchos profesores y profesoras cuando detectan unos resultados deficitarios en las niñas no acostumbran a poner tanto énfasis en demostrar que éstos pueden ser debidos a una carencia de motivación o interés. Un comportamiento docente similar facilita que las niñas reciban los juicios negativos atribuyéndolos a limitaciones cognitivas individuales, aunque la profesora no lo haya manifestado nunca explícitamente (DWECK, C. S. y BUSH, E. S., 1976; DWECK, C. S. y ELLIOT, E. S., 1983). Este fatalismo explicativo de las niñas va a afectarles directamente a su autoimagen y, con bastante probabilidad, tratarán de comportarse en un futuro de acuerdo a ella; no se esforzarán, ni se implicarán en actividades para las que no se sientan con fuerza, con lo cual contribuyen a crear un círculo de expectativas negativas del que será muy difícil poder salir.
Los contenidos escolares y la discriminación de género
La preocupación por conformar grupos de trabajo mixtos en cuanto al género de las personas que los integren, así como por evitar las estrategias de invisibilidad a las que suelen recurrir con mayor frecuencia las alumnas, no supone tener un abanico completo de los espacios y estrategias docentes para hacer frente a los estereotipos sexistas. Existe otra dimensión escolar también muy decisiva: la de los contenidos de las tareas escolares. En las instituciones docentes se seleccionan contenidos y tareas escolares que resultan más estimulantes para los chicos que para las chicas.
El hecho de que muchos de los temas que podemos considerar femeninos no se juzgue que poseen el suficiente interés y prestigio como para ocupar el centro de interés de los programas de muchas disciplinas en etapas educativas consideradas obligatorias, va a tener repercusiones importantes e incluso juega en apoyo de las concepciones dominantes, en este caso en favor de la reproducción de numerosos estereotipos de género que caracterizan a nuestra sociedad.
Un ejemplo en este sentido, puede ser el olvido de los programas escolares a la hora de tratar determinados temas como los que integran lo que se denomina la «economía doméstica y familiar». Muchos chicos y chicas finalizan su periodo de escolaridad obligatoria sin detenerse a reflexionar y capacitarse en aspectos que resultan imprescindibles para poder llevar una vida independiente, para organizar, compartir y cogestionar una familia.
En general, los temas más acuciantes y vitales, tales como: las relaciones entre los sexos, la sexualidad, el trabajo y el paro, la publicidad, etc. son temáticas que raramente aparecen en las tareas escolares y que afectan a las interacciones entre chicos y chicas. Lo mismo cabe decir acerca del silenciamiento de la historia de la mujer. Difícilmente un alumno o alumna puede llegar a imaginarse cómo era la vida de las mujeres en la prehistoria, en el imperio romano, en Asia durante el medievo, en Africa durante el siglo pasado, en el Estado Español en otro momento histórico diferente al presente; qué hacían las niñas, las adolescentes, las mujeres adultas y las ancianas; cómo, cuándo, dónde y porqué fue cambiando su situación, etc.
No tratar esta clase de temáticas conlleva el peligro de seguir perpetuando conductas sexistas, e incluso, en ocasiones, no hacer nada para evitar algunas conductas delictivas. No olvidemos que, hasta no hace mucho tiempo, para algunas sociedades y grupos sociales las mujeres eran personas sin derechos y, por consiguiente, con las que acciones delictivas (como agresiones físicas y violaciones) no alcanzaban tal calificativo. Recordemos en cuantas películas se sigue asumiendo implícitamente que las violaciones a mujeres son fruto de provocaciones de éstas, por no decir que es algo que incluso puede llegar a apetecerles. Barbaridades semejantes es probable que puedan ser asumidas por algunos grupos de adolescentes que viven en ambientes culturales muy desfavorecidos. Una institución escolar en la que esta clase de cuestiones puedan aflorar y ser debatidas se convierte en un buen antídoto para evitar situaciones delictivas y degradantes en su vida como personas adultas, responsables, democráticas y solidarias.
En las instituciones escolares también se consolidan muchos de los estereotipos ligados al género. Desde la educación infantil tanto los niños como las niñas comienzan a ir asumiendo y consolidando actitudes típicas de los contextos en los que participan; por consiguiente, todo un buen conjunto de prejuicios y estereotipos sobre lo que es ser niño y hombre y lo que es ser niña y mujer. Aunque no podemos considerar a la instituciones escolares con tanto poder como para poder neutralizar todo el cúmulo de prácticas, prejuicios y relaciones sexistas que existen en otros ámbitos tales como: el mercado laboral, la familia, los medios de comunicación de masas, la justicia, la iglesia, etc.; no obstante, estamos convencidos de que muchas de ellas la institución escolar puede contribuir a contrarrestarlas, siempre y cuando el propio profesorado sea consciente de su existencia y presencia.
Un factor importante a tener presente a la hora de analizar las conductas y contenidos culturales sexistas en las instituciones escolares, es la cuestión de las expectativas del propio profesorado.
Las expectativas de las profesoras y profesores influyen en el modo en que los alumnos y alumnas llevan a cabo su trabajo escolar, y están claramente ligadas a las diferencias de resultados entre chicos y chicas. Un estudio relativamente antiguo ha demostrado que, cuando los profesores de ciencias estaban casi seguros de que los muchachos iban a alcanzar un mayor nivel que las muchachas, las diferencias eran, efectivamente, mayores que en el caso en el que los profesores de ciencias esperaban resultados comparables.
En un experimento más reciente, se pidió a un grupo de docentes que corrigieran ejercicios idénticos atribuidos al azar a alumnos o alumnas. Los ejercicios que se atribuían supuestamente a un muchacho obtenían en general mejores notas, aduciendo como argumentos «la precisión científica y la buena comprensión de los principios», que cuando estos mismos ejercicios eran atribuidos a una muchacha. Este profesorado creía que los muchachos tenían más aptitudes, un carácter mejor adaptado y un interés más vivo por las ciencias, y les creían más capaces de seguir un curso de física preparatorio para el certificado de enseñanza secundaria. Los profesores dieron con frecuencia notas más bajas que sus colegas profesoras, pero, al margen de esto, los prejuicios y las presuposiciones acerca de las disposiciones de las muchachas y de los muchachos eran las mismas, con independencia de si provenían de un profesor o de una profesora.
Las profesoras y profesores creen que los muchachos están naturalmente mejor dotados para las disciplinas científicas, matemáticas y técnicas y más interesados por estas materias, y que las muchachas son menos curiosas, menos audaces y más interesadas por la literatura y la enseñanza.
El profesorado de las disciplinas técnicas y manuales es particularmente más propenso a adoptar opiniones tradicionales sobre las capacidades respectivas de las muchachas y muchachos.
Respecto a esta clase de expectativas sobre las habilidades y capacidades de aprendizaje de las chicas y chicos, pienso que son de importancia las conclusiones de un experimento que llevó a cabo David HARGREAVES en 1983. Este autor comprobó que basta que una persona esté convencida de que una tarea será realizada mejor por las personas del otro sexo, para que fracase en ella. Pidió a 38 chicos y 38 chicas que jugaran al «muelle». Un tipo de juego que se suele practicar últimamente en algunos establecimientos de máquinas electrónicas de juego, pero que antes se practicaba en numerosos lugares. La finalidad de este juego es hacer pasar una arandela metálica por un alambre retorcido sin tocarlo. Si se toca el alambre, suena un timbre. David HARGREAVES comunicó a la mitad de las personas participantes en el experimento que era una prueba para ver qué tal se les daba la mecánica industrial, y a la otra mitad que mediría su habilidad en el trabajo de costura, tejido y bordado. En comparación con el número de errores que cometían cuando se les daban instrucciones «adecuadas» a su sexo, tanto los chicos como las chicas obtenían resultados peores si creían que el juego medía una habilidad «prerrogativa» de las personas del sexo opuesto. «Es decir, las diferencias aparentes en ciertas capacidades -afirma David HARGREAVES (1983)-, pueden estar aun menos arraigadas de lo que la gente cree».
El fuerte impacto que en nuestro contexto tuvo el pensamiento marxista más ortodoxo, así como las teorías educativas de la reproducción, pese a que el propio profesorado no sea consciente de ello, en la medida que desconoce las formulaciones teóricas de esos modelos economicistas, hace que en el momento en que algunos colectivos profesionales docentes se enfrentan con problemas como el de las discriminaciones de género, opten por buscar argumentos exculpatorios y «propuestas de aplazamiento». Son numerosos los profesoras y profesoras que, con excesiva frecuencia, hacen «propuestas de aplazamiento» y de establecer condiciones previas a sus intervenciones. Los argumentos de los que se sirven van en la línea de «aparcar» sus intervenciones en ese ámbito o a propósito de determinado problema, hasta que se solucione en otro lugar.
Es frecuente argumentar que el profesorado no puede tener éxito en intervenciones de tipo contrahegemónico mientras no se solucionen problemas familiares, problemas laborales de los miembros de la familia; hasta que el Estado no legisle en una dirección determinada, hasta que el Ministerio de Educación no lleve a cabo algunas propuestas concretas, etc. Esta política de espera y aplazamientos, junto con la convicción de que lo que está ocurriendo, sea cual sea el problema, es fruto de «políticas conspirativas» (TORRES, J., 1991); fueron, a mi modo de ver, obstáculos que impiden concentrarse y esforzarse por poner a prueba propuestas de acción, planificadas en equipo de manera democrática, que contribuyan a poner en cuestión los comportamientos y estructuras sexistas de la sociedad actual. Lo cual no conlleva asumir una concepción «ingenua», de pensar que la institución escolar lo puede solucionar todo (TORRES, J., 1991).
Los proyectos curriculares que se planifican, desarrollan y evalúan en las instituciones escolares tienen que servir para que las chicas y los chicos adquieran los conocimientos, competencias y confianza necesarias para expresar sus preocupaciones legítimas y defender sus legítimos intereses.
Las instituciones escolares pueden y deben favorecer el desarrollo de capacidades y destrezas en las alumnas y alumnos, proporcionarles aquellos contenidos culturales necesarios para reconocer y analizar las situaciones en las que se encuentren y, de esta manera, evitar y transformar las situaciones injustas en las que tanto individual como colectivamente se vean envueltos.
Trabajar con esta filosofía pedagógica de fondo obliga, asimismo, a poner sobre el tapete las interpretaciones que realiza el profesorado sobre las causas que explican los comportamientos de los alumnos y de las alumnas. Estas justificaciones son importantes para comprender el modo en que las expectativas docentes afectan al rendimiento escolar del alumnado en las aulas.
Los profesores y profesoras sustentan teorías implícitas respecto de su trabajo y de los porqués de los resultados académicos de las niñas y niños. El trabajador o trabajadora profesional reflexiva y crítica, como venimos definiendo la figura docente, necesita hacer explícitas sus creencias y teorías en la medida que éstas inciden en el desarrollo de su trabajo diario en las instituciones escolares y, por consiguiente, pueden condicionar el éxito y el fracaso de los procesos de enseñanza y aprendizaje en los que participa.
Está ya suficientemente demostrado que uno de los factores decisivos, relacionados con el rendimiento académico, es el convencimiento del estudiante y de la estudiante de que puede hacer frente a todos los retos que se le planteen en su permanencia en las aulas. Tanto las interpretaciones del profesorado como del alumnado acerca de las causas de su éxito o fracaso en las tareas escolares y en la adquisición de determinados contenidos, actitudes, comportamientos y valores, influyen en el interés de éste y en su perseverancia en el deseo de seguir adelante.
El resultado de un sistema educativo cuyo funcionamiento sigue perpetuando divisiones de género es lo que explica las respuestas críticas y los recelos que en los últimos años se vuelven a plantear a la coeducación y las propuestas de modelos educativos segregados, para cada sexo, en aulas diferentes. Es por esas razones por las que, desde la década de los ochenta hasta el momento presente se pueden seguir oyendo argumentaciones contrarias a la coeducación. Estas posturas de rechazo suelen proceder, de manera principal, de personas integradas o próximas a algunos movimientos feministas radicales y, por supuesto, de grupos ultraconservadores, pero sobre la base de otra clase de argumentos.
En general, los posicionamientos críticos con la coeducación pueden agruparse alrededor de tres tendencias o perspectivas.
Cada una de ellas traduce una filosofía política diferente, así como una concepción de la educación también distinta, especialmente en lo que se refiere a las posibilidades de modificar las actuales relaciones de género dominantes. Las tres posturas que podemos distinguir son las siguientes:
- La perspectiva reformista liberal
- La perspectiva conservadora
- La perspectiva radical (ARNOT, M., 1981, 1983, 1987)
1) La perspectiva reformista liberal pone el énfasis en el fracaso escolar de las muchachas en las disciplinas académicas del área de ciencias y en la escasa elección de «carreras de prestigio» en las universidades. Sus defensoras encuentran las razones de ello en una falta de motivación en las chicas, en los pocos estímulos y oportunidades que se les dan como fruto de las concepciones dominantes de feminidad y de lo que son las ocupaciones y profesiones «propias» de las mujeres. Consideran imprescindible para ello modificar las actitudes y comportamientos del profesorado, de los contenidos de los libros y materiales curriculares, etc. de cara a cortocircuitar asociaciones entre asignaturas y profesiones con la variable género.
Una de las soluciones por las que optan es la de crear aulas unisex con una filosofía compensatoria. Argumentan para ello que, de esta manera, sería más fácil favorecer habilidades espaciales y matemáticas en las niñas, estimularlas a ver las ciencias y la tecnología como áreas también femeninas.
Para esta segregación se basan, asimismo, en que en la actualidad las clases mixtas sólo han servido para imbuir una perspectiva patriarcal en la mente de las niñas; para que asuman inconscientemente que aun en el caso de calificaciones similares será el chico el que triunfe (WOLPE, A. M., 1978), etc.
2) La perspectiva conservadora, sostiene una posición similar a la que se vino implantando en Europa desde el siglo diecinueve, a base de aulas separadas de niños y de niñas. Las razones de esta práctica segregacionista las encuentran en que las mujeres tiene un rol específico como madres y esposas que les diferencia de los hombres. La ideología de la igualdad que defienden implica que niños y niñas deben ser diferentes, pero iguales.
Un ejemplo de esta postura son las afirmaciones de Barbara COWELL (1981, pág. 166) cuando escribe: «Hay pocas cosas más grotescas que ver que la de una supuesta madre inteligente que se olvida de sus hijos, precisamente en el momento que éstos más le necesitan, porque ella desea fomentar sus ambiciones personales».
Según Barbara COWELL, las muchachas no deben ser estimuladas para tener envidia de los hombres, sino para asumir sus funciones femeninas. Lo que esta posición viene a apoyar es la tradicional división de género que caracteriza a las sociedades más patriarcales.
3) La perspectiva radical se pronuncia también contra la escuela mixta, porque consideran que esta modalidad educativa viene siendo uno de los medios principales de cara a la reproducción de las relaciones patriarcales de dominación. Los contenidos culturales, las interacciones sociales que tienen como marco la institución escolar, la atmósfera, la ideología del profesorado y del propio alumnado, etc., todo contribuye a la subordinación de las mujeres (SARAH, E.; SCOTT, M. y SPENDER, D., 1980).
La única alternativa que esta perspectiva feminista ve viable es la de aulas separadas en función del sexo del alumnado, de esta manera las mujeres se pueden aprovechar del «potencial subversivo» de las instituciones escolares, siempre y cuando en ellas tenga lugar una praxis feminista adecuada.
Según las defensoras de esta perspectiva radical, dado que contamos con un cuerpo de profesorado muy feminizado, si se adopta una estrategia didáctica apropiada, las chicas serán capaces de percibir que no es imposible que las mujeres consigan poder con el que enfrentarse al de los hombres. Es así también como podrán entrar en el mundo de la ciencia, un mundo dominado por los hombres.
Sin embargo, a mi modo de ver, únicamente una institución escolar que apueste por la democracia interna, apoyándose en estrategias como las de crear comunidades críticas de Investigación-Acción, podrá hacer frente a políticas segregacionistas que, en el fondo, contribuyen a dejar las cosas como están, o lo que es lo mismo, a seguir perpetuando relaciones patriarcales de dominación.
Es preciso hacer ostensible las dimensiones ocultas del curriculum para que puedan ser analizadas de manera más crítica y contempladas desde lo que deben ser las verdaderas finalidades del sistema educativo. De todos modos, a la hora de analizar el papel que puede jugar la institución escolar en los procesos de cambio social es necesario tratar de ser lo suficientemente prudentes para no caer en un exceso de optimismo, puesto que estas instituciones, consideradas en solitario, tampoco son una especie de «bálsamo de fierabrás» de todos los males de la sociedad; éstas tienen limitaciones y condicionamientos estructurales importantes que limitan sus posibilidades de acción.
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