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Neoliberalismo y tergiversación de las finalidades de los sistemas educativos
Jurjo Torres Santomé
Introducción a Juan Fernández Sierra (2011). Formar para la economía del conocimiento vs educar para la sociedad del conocimiento.
Málaga. Aljibe, págs. 9 – 19
En el momento presente, la recesión económica mundial que generaron las políticas neoliberales de los países más desarrollados del planeta está siendo manejada como excusa para llevar a cabo importantes transformaciones en las funciones a desempeñar por los sistemas educativos. Es preciso llamar la atención sobre un proceso que viene caracterizando las reformas e intervenciones promovidas por una buena parte de los gobiernos de los países más poderosos del mundo: el de una progresiva economización neoliberal de las políticas educativas, así como de una notable empresarialización de la formación universitaria y de las políticas de Investigación y Desarrollo.
En esta búsqueda de mayor eficiencia de los sistemas educativos, definida y evaluada según el grado de su contribución a unas pretendidas demandas de los sistemas productivos para competir con mayor rentabilidad en un mundo que se proclama globalizado, es decisivo el trabajo de presión de organizaciones como la OCDE, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio. Instituciones economicistas que, recurriendo a evaluaciones comparativistas en torno a determinadas variables que consideradan claves para medir el éxito y fracaso de los países, vienen funcionando como los auténticos gabinetes diseñadores de las políticas económicas, laborales, educativas, sanitarias y sociales que todos los gobiernos del mundo deben implementar. Políticas que se convierten en obligatorias especialmente para aquellos países que se ven obligados a recurrir a tales instituciones para recabar préstamos económicos.
Sus agendas en favor de la generalización de modelos económicos neoliberales explican en gran medida las políticas educativas de una gran mayoría de los países del mundo desarrollado. Una buena prueba de ello es que lograron construir una especie de sentido común en una gran mayoría de la ciudadanía, que ya considera que los procesos de escolarización, los sistemas educativos, tienen como finalidad prioritaria capacitar a cada estudiante para encontrar un puesto de trabajo en el mercado productivo.
En el interior de cada país, es el mundo empresarial y financiero quien pretende erigirse en el verdadero juez de la calidad y eficacia de las instituciones escolares. Nunca como en la actualidad el mercado laboral tuvo el poder que tiene en el diseño, desarrollo y evaluación de las políticas educativas.
No obstante, conviene ser conscientes de que las demandas de los sistemas productivos no se aclaran lo suficiente como para dejar claro si lo que persiguen son personas con mayor especialización, con otros saberes y competencias profesionales más útiles, o su objetivo es el abaratamiento de la mano de obra. Es preciso caer en la cuenta de que en un momento como el actual, caracterizado por una aguda crisis económica y laboral, no son las destrezas de las trabajadoras y trabajadores lo que está siendo puesto en cuestión, sino la insuficiencia de puestos de trabajo debido a las dificultades de financiación que los grandes bancos están poniendo a las grandes empresas, pero muy especialmente a las pequeñas y medianas. Al mismo tiempo, las grandes multinacionales ya optan con más claridad por deslocalizar aquellas tareas menos especializadas de sus cadenas productivas a países en los que los salarios de las trabajadoras y trabajadores son muy reducidos, y las condiciones laborales y horarios son claramente injustos.
Estamos ante una crisis financiera, fruto de una economía especulativa controlada por grandes tiburones financieros que se sienten a sus anchas poniendo en situación de riesgo las divisas, las bolsas de valores, los bancos y cajas de ahorro dado que los Estados capitalistas apenas tienen regulaciones adecuadas para vigilar este tipo de conductas desestabilizadoras. Fenómeno que repercute de manera inmediata y negativamente en el mercado de puestos de trabajo y en los procesos de deslocalización de empresas en busca de mano de obra lo más barata posible. Este desmantelamiento empresarial no es debido precisamente a que haya habido una rebaja en los niveles de formación de la población que está demandando un puesto de trabajo. Más bien todo lo contrario, el porcentaje de personas con titulaciones escolares y los niveles educativos que alcanzan no dejan de subir (Charles BAUDELOT y Roger ESTABLET, 1998; Rafael FEITO, 2009; José GIMENO SACRISTÁN, 2009).
Son precisamente los momentos de crisis económicas y laborales, que las propias reglas del capitalismo generan, cuando todo un conjunto de instituciones economicistas de alcance mundial, como por ejemplo el FMI y el Banco Mundial, aprovechan para lograr -en realidad imponer- el consentimiento de los gobiernos y de la ciudadanía a sus soluciones. En el momento presente para nadie es una sorpresa que son este tipo de instituciones las que están obligando a los Estados, especialmente a aquellos con gobiernos mínimamente progresistas a adoptar políticas de desmantelamiento de los servicios públicos, que están forzando la privatización de las redes escolares, sanitarias, de servicios sociales de carácter público.
Políticas neoliberales que se promueven e imponen tratando de convencer a la población, mediante toda una muy hábil manipulación de las informaciones que se divulgan por la tupida red de medios de comunicación que los grandes poderes financieros controlan. Es de esta manera como logran divulgar y manipular a la población con datos sesgados que llevan erróneamente a concluir que la educación en redes privadas y concertadas es mejor que la pública; que el profesorado funcionario es ineficiente y vago, que no cumple con sus obligaciones, y que, por tanto, no hay mejor contrato de trabajo que el contrato laboral. Se obvia explicar a la ciudadanía cual es la verdadera diferencia de esos dos modelos de contrato; como afecta cada uno de ellos, por ejemplo, a la libertad de cátedra y de pensamiento.
El profesorado, para quienes apuestan por la privatización, ya no es un equipo buenos profesionales, bien cualificados y seleccionados en un concurso público regido por políticas de transparencia, igualdad, mérito y capacidad; de personas comprometidas con metas educativas públicas, debatidas y decididas en el marco de gobiernos e instituciones democráticas, al servicio de toda la sociedad. Por el contrario, situarse en la esfera de lo privado equivale a redefinir el rol del profesorado, transformándolo en una suma de individualidades con mentalidad empresarial o de ejecutivos de una institución escolar determinada, compitiendo con el de otros centros e, incluso, entre sí. Se produce un reemplazo de los regímenes éticos y profesionales en los modos de educar, con la mente en la procura de bienes y fines públicos, para asumir otros completamente distintos, más empresariales y competitivos. En el fondo, estamos ante transformaciones que obligan al profesorado a auto-reeducarse, a una especie de lavado de cerebro para un mejor desempeño de sus nuevos roles como gestores y managers.
Frente al burocratismo en el que ciertas políticas conservadoras de control habían envuelto al profesorado, ahora, se pretende convertirlo en un conjunto de ejecutivos y gestores buscando el beneficio de los propietarios y de los mentores ideológicos del centro escolar. Las nuevas exigencias del mercado le obligan a saber vender bien su trabajo, a actuar sin verdadera autonomía, pero con creatividad y con eficiencia; o sea, a transformarse en una especie de trabajadoras y trabajadores especializados de una planta de producción que se orienta buscando en todo momento la mayor rentabilidad y beneficios posibles para su centro.
En todo este nuevo modelo mercantilista de funcionar un cometido clave lo desempeña la evaluación. Existe un férreo control, que viene determinado por los estándares con los que se orienta todo el proceso. Hasta el punto de que podemos decir que vivimos en tiempos de medición, dirigidos por estadísticas donde sólo un reducido sector de la población tiene poder y capacidades para imponer las variables que merecen la pena y, por lo tanto, con autoridad para definir el verdadero rol de los sistemas educativos. Todas las alumnas y alumnos son evaluados mediante tests o escalas para buscar en qué medida lo que se hace en los centros es acorde con los indicadores que se dictan para guiar el trabajo y la vida en los centros y aulas escolares.
Esta nueva filosofía de la evaluación y valoración puede acabar generando una auténtica cultura de miedo e, incluso, de pánico, como resultado de constantes comparaciones de datos para medir y valorar la productividad, calidad y excelencia. La burocracia de las nuevas bases de datos construidas con el cruce de los resultados de las distintas escalas y tests de evaluación, tanto de las que aplican los organismos nacionales como internacionales, acaban por imponer determinadas concepciones de lo qué es educar, pero sin la consciencia de ese modelo y, lo que es más importante, haciendo creer a la población que ese es el único y válido modelo de educación.
En una sociedad neoliberal, el alumnado y sus familias pasan a ser vistos como un conjunto de consumidores. De ahí el poder que aparentemente se les otorga para redefinir los sistemas educativos, convirtiéndoles en ariete contra la educación pública, en la medida en que son las empresas educativas, los colegios privados y concertados quienes son más activos en las tareas de propaganda de sus productos, de lucha por una clientela a la que es muy fácil convencer. Tareas de seducción y de persuasión que las redes escolares públicas y las Administraciones educativas tienen más desatendidas, salvo contadas excepciones.
Todo sistema educativo conformado por planteamientos economicistas se ocupa de trabajar en dos direcciones convergentes: por una parte, contribuir a satisfacer las exigencias de formación requeridas para asegurar las necesidades de un sistema de producción eficaz, diseñado en función de los intereses de los grandes lobbies empresariales; y por otra, seleccionar el conocimiento oficial y divulgar los discursos necesarios con los que moldear las conciencias de la ciudadanía de cara a legitimar a las opciones neoliberales e ideologías conservadoras como las únicas viables y lógicas y, como resultado de ello, mantener el mayor grado posible de paz y de armonía social, sin tener que recurrir a otras excepcionales medidas de coacción.
Si hacemos caso de las argumentaciones lanzadas desde las esferas económicas neoliberales, la solución vendría con la introducción de las filosofías de mercado también en el sistema educativo. Los discursos de las agencias neoliberales insisten de manera machacona en que si el Estado deja de intervenir en el sistema educativo, el mercado sería el campo de juego que posibilitaría crear las instituciones escolares verdaderamente eficaces.
En realidad, de lo que se trataría es de que fueran las empresas multinacionales y las instituciones religiosas más conservadoras y fundamentalistas quienes pasen a desempeñar el rol que antes ejercían los Estados, pero sin la necesidad de tener que presentarse a elecciones democráticas, sin ser elegidas mediante procedimientos democráticos sobre la base de programas que la ciudadanía debate y vota.
Un sistema educativo al servicio de una sociedad guiada por el neoliberalismo siempre pone el énfasis en políticas educativas reduccionistas y meritocráticas, que acaban sirviendo como aval para legitimar prácticas de segregación, de agrupamientos selectivos en colegios y aulas para cada colectivo social específico (Jurjo TORRES SANTOMÉ, 2011). O sea, acabamos por aceptar que no todas las personas somos iguales.
En principio, podemos decir que en una sociedad en la que rige la desigualdad de oportunidades para su ciudadanía, el fracaso escolar suele ir de la mano de situaciones como las siguientes:
- Pertenecer a familias pobres, sin suficientes recursos materiales, con grandes déficits culturales; con madres y/o padres sin expectativas positivas sobre el futuro de sus hijas e hijos; residiendo en barrios sin infraestructuras sociales y culturales.
- Una escolarización en instituciones escolares segregadas. Con estudiantes seleccionados y agrupados en aulas dominadas por expectativas negativas; sobre la base de prejuicios; de la mano de un profesorado poco cualificado y, lo que es más decisivo, sin auténtica motivación ni alicientes para trabajar con estos colectivos desfavorecidos.
- Un currículum escolar dominado por materiales didácticos e informativos en los que el alumnado no puede encontrar respuesta a los porqués que día a día se plantea: ¿quién es su familia? ¿por qué tuvo la mala suerte de nacer en ese núcleo familiar y social? ¿por qué es pobre? ¿por qué en su barrio son mayoría las personas sin trabajo y/o con problemas con la policía? … Su mundo no existe o, lo que es peor, aparece siempre desvalorizado, etiquetado en negativo. El currículum no es significativo, ni relevante para este tipo de estudiantes.
En una sociedad donde reinan las injusticias estructurales derivadas de los modelos neoliberales que venimos comentando, los méritos académicos aparecen ante la opinión pública como los ejes reguladores que ordenan y jerarquizan a las personas en las nuevas sociedades. Todas las instituciones escolares son contempladas como neutrales, justas y eficaces, en las que, en principio, todas las personas tendrían las mismas oportunidades en la carrera meritocrática que en su interior deben emprender. Por consiguiente, los fracasos serían únicamente responsabilidad de cada estudiante y de su familia.
En momentos en los que los modelos económicos neoliberales, silenciando a la política y debilitando los modos de ejercer la democracia, vienen hablando de modo insistente de «igualdad de oportunidades», es oportuno colocarles enfrente otra modelo: el de la «distribución equitativa de oportunidades«. Es decir, sacar a la luz, el ingente número de personas que, fruto de las condiciones de vida que se ven obligados a llevar, no pueden, ni saben aprovechar esas oportunidades; pues vienen arrastrando situaciones de déficit que les impiden poder entender qué ventajas reales puede aportarles, por ejemplo, acudir y estudiar en las instituciones escolares públicas.
Cuando se llevan a cabo acciones para privatizar la red educativa pública, y en general de cualquier bien y servicio público, se inicia o se acelera entre la ciudadanía un proceso muy difícil de detener de destrucción de la conciencia de lo público, de todo lo que tenemos en común y, lógicamente, de sus ventajas. Anular el sentido de lo público lleva a una mayor fragmentación social y a que esta tarea de desvinculación sea, a su vez, más fácil de realizar, pues las políticas de reacción de la ciudadanía también se dificultan.
Un mayor crecimiento de las redes y servicios públicos favorece la conciencia de nuestra interdependencia, de lo imprescindible de la mutua colaboración y ayuda entre todos los seres humanos; con lo cual, las injusticias de clase social, las debidas a la pertenencia a una determinada etnia, género, sexualidad, nacionalidad, edad, … son más fáciles de denunciar y de eliminar. Una mayor desmembración y privatización de lo público genera y acelera procesos de proletarización, más sexismo, más racismo, menos reconocimiento de colectivos marginados y explotados, más aislamiento, …; o sea, mayores posibilidades de dominación e, incluso, de desaparición y eliminación del otro.
Es con este compromiso por otro mundo más justo que cobra mayor importancia el trabajo de profesionales y ciudadanos como Juan Fernández Sierra, quien, en este lúcido ensayo, realiza una rigurosa cartografía acerca de las principales transformaciones que están teniendo lugar en los actuales sistemas educativos en los que los modelos económicos neoliberales están peligrosamente sustituyendo a la política y, por consiguiente reduciendo a la ciudadanía exclusivamente a un conjunto de personas trabajadoras y consumidoras. No obstante, es preciso ser consciente de que esas filosofías claramente injustas y reduccionistas no siempre tienen éxito. En la medida en que las personas son capaces de vislumbrar la perversidad de los fines de este neocapitalismo depredador las reacciones van a ser cada vez más contundentes. Un buen ejemplo de este fenómeno es el que en estos días estamos constatando y que se visibiliza en todo un gran número de movilizaciones y acampadas en las plazas públicas de la mayoría de las ciudades españolas –promovidas por el movimiento «Democracia Real Ya» (http://www.democraciarealya.es/) y que se suelen etiquetar como “el movimiento 15M” (pues la primera manifestación se llevó a cabo el 15 de mayo de 2011)- propiciadas por jóvenes, mayoritariamente, y que tienen a las redes sociales como principal recurso para comunicarse y organizarse.
Este tipo de movilizaciones contra las políticas neoliberales que estamos sufriendo son un ejemplo más de que cuando las personas acceden a informaciones relevantes y vislumbran otras alternativas se movilizan y luchan para hacer realidad otro mundo más solidario, democrático y justo.
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Bibliografía:
BAUDELOT, Charles y ESTABLET, Roger (1998). El nivel educativo sube. Madrid. Morata, 2ª ed.
FEITO, Rafael (2009). «El nivel educativo ¿sube o baja?: un diálogo de sordos». Cuadernos de Pedagogía, Nº 393, septiembre, págs. 49-53.
GIMENO SACRISTÁN, José (2009). «El nivel sube y cambia». Cuadernos de Pedagogía, Nº 393, septiembre, págs. 54 – 57.
TORRES SANTOMÉ, Jurjo (2011). La justicia curricular. El caballo de Troya de la cultura escolar. Madrid. Morata.
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Mirela Kadric – «When all seems lost» (2012)
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Evaluaciones cual bombas informacionales
Jurjo Torres Santomé
Cuadernos de Pedagogía
Nº 455, Sección Historias mínimas, Abril 2015, pág. 8
La burocracia de las nuevas bases de datos con los resultados de tests con los que organismos economicistas como la OCDE (PISA) o la IEA (PIRLS, TIMSS) evalúan a los centros escolares y cuyos resultados se hacen públicos de un modo muy impactante -en una rueda de prensa de ámbito mundial para atraer la atención de todos los medios de comunicación de los países implicados-, al igual que presumiblemente harán las autoridades del MECD con la política de reválidas que incluye la LOMCE, funciona cual bomba informacional, según la terminología de Paul Virilio.
Los resultados, vehiculados por los media, normalmente, de una manera acrítica y sin mayores contrastes, sirven para lanzar toda clase de reproches y contribuyen a generar y administrar una cultura del fracaso y del miedo entre el profesorado, en especial de centros públicos, y por supuesto entre las familias y la ciudadanía en general. Esta estrategia pretende, asimismo, imponer concepciones tecnocráticas de lo que es educar, pero sin hacerlas explícitas, y lo que es más importante, haciendo creer a la población que ese es el único y válido modelo educativo.
Estamos ante una estrategia de evaluación muy reducionista, basada en la aplicación al alumnado de una prueba de lápiz y papel, en un único día y centrada en un número muy reducido de asignaturas. Se echa por tierra el trabajo que en las últimas décadas se viene reivindicando de apostar por evaluaciones contínuas con metodologías cualitativas, estudios de caso e investigación-acción, dedicadas a averiguar de manera más relevante y en profundad donde están los puntos fuertes y débiles de cada estudiante, del trabajo docente y de las instituciones escolares, con el fin de remediar los déficits y mejorar.
La finalidad de una verdadera evaluación es generar motivación y aprendizajes. Como decía Jean Piaget, los errores son educativos en la medida en que nos ayudan a escrutar lo que venimos haciendo y a ensayar otras alternativas, corregiendo el rumbo de la situación y, por tanto, aprender todos, estudiantes y docentes.
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Margaret Keane – «Tomorrow forever«, 1963
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La evaluación cualitativa en educación
Jurjo Torres Santomé
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Aldaba. Revista del centro asociado a la UNED de Melilla
Año 5º. Nº 7 (1987), págs. 47 – 60
La definición de la evaluación en educación y sus funciones serán los referentes que nos proporcionarán la verdadera clave a la hora de optar por una forma metodología cualitativa, cuantitativa o mixta para su realización.
Muchas son las definiciones que de evaluación, como dimensión específica y componente inseparable de todo proceso educativo, se van construyendo a lo largo de la corta, pero intensa, historia de su existencia.
Mediante la evaluación intentamos reflexionar críticamente sobre la calidad, el valor, las ventajas e inconvenientes de algún aspecto o de la totalidad de un determinado proyecto educativo. Este es el camino para obtener una adecuada información que nos permita desde planificar, hasta ir haciendo un seguimiento y control minucioso de cada una de las decisiones, acciones y reelaboraciones del proyecto curricular que los profesores van llevando a cabo en el curso de la realización de un determinado currículum.
El foco de atención de la evaluación incluye, por lo tanto, el examen, revisión, de aquellos elementos que condicionan o pueden limitar el éxito de lo que pretendemos.
Las necesidades y características de los alumnos, tanto su grado de desarrollo psicológico como las peculiaridades de sus niveles de construcción conceptual-cultural, así como de las fuentes de que nos servimos para alcanzar esa información adecuada para los diagnósticos anteriores; los objetivos y contenidos que pretendemos impulsar; las estrategias de enseñanza-aprendizaje; los medios educativos; las modalidades de organización espacial y temporal; el papel del profesor; el propio procedimiento de evaluación, los datos y métodos de obtener las informaciones relevantes que precisamos; los resultados del proceso educativo; la política curricular de la Administración que sirve de macro-contexto, etc. … son aspectos integrantes de la evaluación curricular.
Una concepción similar contrasta notoriamente con la aceptación fuertemente reduccionista que este elemento curricular tenía, y pienso que todavía sigue sufriendo en nuestro ámbito territorial, aunque ya comienzan a vislumbrarse signos que anuncian el surgimiento de alternativas cualitativamente diferentes.
Es obvio que si echamos una ojeada a la historia de la educación en el Estado Español, la evaluación se limitaba a la cuantificación de determinadas conductas observables y medibles que los docentes consideraban el objetivo de su labor profesional. Únicamente importaban los resultados perceptibles y con posibilidades de traducción en forma numérica que los estudiantes obtenían, y por ello se valoraba el éxito o el fracaso de un profesor o de una específica estrategia metodológica. El examen final de curso y la evaluación se consideraban como aspectos sinónimos en la práctica. No era pensable el detenerse a analizar otras cuestiones diferentes tanto a la planificación como al desarrollo de un proyecto y proceso educativo.
Muy pocas personas pensaban, asimismo, que un contexto educativo determinado o una política oficial vigente referida al sistema educativo podía repercutir en los resultados de esos alumnos.
Tampoco se recapacitaba sobre otros datos diferentes a los de esas conductas manifiestas y apreciables numéricamente. Los procesos internos de desarrollo de esos estudiantes, los objetivos no previstos y que sin embargo se iban consiguiendo mediante una concreta práctica escolar, etc., eran cuestiones inexistentes a la hora de evaluar.
En el fondo se daba por supuesto y como no controvertible el que tanto el contexto como el proceso educativo pudiesen tener alguna responsabilidad en un específico fracaso.
En este modelo reduccionista de evaluación que venimos comentando, es siempre el alumno, individualmente considerado, el único responsable de su fracaso y de su éxito, aunque sobre este último aspecto, el éxito, la institución educativa se suele considerar casi siempre copartícipe. Situación esta que no acostumbra a sugerirse en los análisis sobre el fracaso escolar. Aquí es siempre el alumno, su inteligencia, su cociente de inteligencia, sus «dones» innatos, etc., el único responsable de esa evaluación con resultados insuficientes.
Una evaluación completa, sin embargo, debe tenerse en considerar y analizar muchas otras cuestiones necesarias para explicarse cualquier clase de resultados. El sistema educativo, las exigencias y limitaciones que una Administración educativa dicta e impone en un momento dado, la institución escolar, sus recursos y el entorno cultural en el que está enclavada; el propio proyecto curricular, los resultados de los alumnos, pero no exclusivamente, ni principalmente, las conductas observables y medibles numéricamente y a primera vista, sino también sus procesos interiores y sus conductas observables, pero no cuantificables; los conocimientos, valores, destrezas, hábitos adquiridos, etc., son aspectos que no podemos dejar de tener en cuenta a la hora de planificar y realizar cualquier evaluación.
Con la defensa de una evaluación que se plantea desde modelos que no se preocupan por la distinción de estas dimensiones, en el fondo, lo que se pretende es el ir eliminando las dimensiones conflictivas, éticas y políticas del sistema educativo. Hasta no hace mucho era costumbre el presentar todo lo relacionado con la educación con máscaras de «objetividad» y «neutralidad», y sigue habiendo insistencia en ciertos sectores conservadores para seguir mostrándonoslo.
Los profesores e investigadores en el campo de las ciencias sociales en general estaban convencidos, y muchos persisten en ello, de que como ellos no eran conscientes de las dimensiones políticas y éticas de sus decisiones y de sus acciones, ello podían ser considerados como «objetivos» y neutrales, sin ninguna clase de prejuicios u opciones de valor implícitos. Aspectos estos últimos que son puestos de manifiesto y remarcados en el momento que empienzan a surgir análisis más profundos y cualitativos sobre lo que acontece realmente en el día a día en las aulas. Se promueven entonces, como consecuencia, investigaciones acerca de las dimensiones ocultas del currículum.
El hecho de que el profesorado no sea consciente de las dimensiones de valor que impregnan su cotidianidad y las decisiones en las que continuamente se encuentra envuelto, no impide que aquél, en la práctica y a todos los efectos, no esté actuando movido por opciones ideológicas y prejuicios que inciden real y eficientemente en su acción.
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Presupuestos implícitos en la evaluación cuantitativa
Pareja a la disposición sobre los elementos a evaluar y cuando llevarla a cabo, se plantea la discusión acerca de cómo efectuar esa labor. El debate acerca de la forma o de los recursos metodológicos a emplear en la evaluación llega a convertirse así en una de las polémicas más vivas y enconadas en el campo de la educación, especialmente desde comienzos de la década de los años setenta.
Hasta ese momento el modelo vigente de evaluación, con patentes de exclusividad, era el modelo fisheriano; un modelo experimental de carácter «sumativo», enfrentado con otros alternativos que propiciaban por encima de todo el matiz «formativo» de la evaluación, sobre la base de datos más cualitativos y relevantes, pero menos precisos matemáticamente hablando.
Este modelo experimental o «botánico-agrícola» imperó sin oposiciones significativas en el campo educativo. La evaluación aquí se plantea de una forma similar a la que también regía la experimentación y el control de las investigaciones en la agricultura, de ahí el nombre de «botánico-agrícola».
Las finalidades de esta investigación agrícola eran las de establecer mediciones comparativas entre los diferentes tratamientos y/o semillas empleadas y los frutos producidos, confrontando esos resultados con los obtenidos por otro grupo de control que mientras tanto continuaba con los tratamientos «habituales», rutinarios o no experimentales. Este mismo modelo, piensan sus defensores, podría aplicarse en la evaluación e investigación educativa en general, presuponiendo que todas las variables que pueden afectar a los resultados son fácilmente controlables y que funcionan homogéneamente, de ahí el simplismo de similares planteamientos.
En general, a la hora de plantear cualquier clase de investigación o evaluación, no se veían diferencias entre las metodologías que se podían emplear en campos tan diferentes como pueden ser los que se representan bajo el nombre de ciencias físico-naturales y el de las ciencias sociales o humanas.
Lo que se debate, en última instancia, a la hora de elegir una determinada modalidad de evaluación y una metodología acorde, es un problema en torno a la «cientificidad». Para ello se opta por la traslación e imposición en el ámbito de las ciencias sociales, y por lo mismo en el campo educativo, de un modelo que gobernaba con bastante éxito y prestigio la investigación en un ámbito totalmente diferente como era el de las ciencias físico-naturales. Trasplante que se realiza acríticamente y sin miramientos.
Un movimiento filosófico proporcionaba la legitimización de esa trasposición mecánica, el positivismo. Será principalmente la Escuela de Frankfurt la que analice y desvele lo que el positivismo oculta bajo sus redes definitorias de lo que es o no científico.
El positivismo, tal y como demuestran los numerosos estudios realizados sobre este paradigma, pasó a cumplir el papel de una nueva y deslumbrante careta «científica» para el control y la dominación social. Se pretendía que la elegancia y el refinamiento metodológico eclipsarse las dimensiones sociohistóricas, políticas y éticas y, por consiguiente, conflictivas de cualquier investigación en el ámbito de las ciencias humanas.
La primacía obsesiva otorgada a la observación empírica y a la cuantificación hace posible el relega a un segundo plano las cuestiones centrales y relevantes para pasar a ocuparse de los aspectos periféricos, la mayoría de las veces, anecdóticos, pero con precisión. Como en nuestro ámbito pocos problemas realmente importantes pueden ser comprendidos con esta metodología, se llega así a elaborar una coartada para silenciarlos y no ocuparse de ellos. Se ocasiona de este modo un problema de omisión «científicamente interesada». El conocimiento crítico sufre, por consiguiente, un fuerte revés.
Como F. Nietzsche subraya, no será la victoria de la ciencia la marca característica del siglo XIX, sino la victoria del método científico sobre la ciencia, afirmación esta que podemos también hacerla extensiva a la primera mitad del presente siglo. Muy crudamente escribirá refieriéndose especialmente a la metodología reina del positivismo: «¿Queremos verdaderamente dejar que la existencia se rebaje a un ejercicio de cálculo …?… Una interpretación que admita que se cuente, que se pese que se mire, que se toque y nada más, es ésta una impertinencia y una ingenuidad, admitiendo que no sea demencia o idiotez» (Nietzsche,F. 1974,p. 189).
Con una metodología similar las preguntas sobre el «cómo» de la investigación o de la evaluación usurpan el lugar principal al «qué», «por qué» y «para qué». Estas últimas dimensiones, que toda la comunidad científica considera fundamentales, pasan al olvido o a plantearse, en el mejor de los casos, muy secundariamente.
El énfasis excesivo sobre la metodología y las técnicas, acompañado asimismo de una sacralización de las fórmulas matemáticas y de la terminología de tinte científico, son un ejemplo de una tendencia común a desplazar el valor del fin hacia los medios. Mediante esta descentración algo que en su origen exclusivamente era valorado como un medio para la consecución de una meta, pasa a ser aceptado como el auténtico aliciente de la investigación, como sustitutivo de la meta de tal indagación. La finalidad primera es totalmente olvidada y se produce así una inversión en el planteamiento del problema. Los recursos metodológicos pasan a convertirse en el propio fin, sustituyendo a las originarias pregunta-motor objeto de investigación, o sea a los «que», «por qué», «para qué», etc.
En el caso que nos ocupa, la evaluación de procesos educativos, se da una circunstancia peculiar, al igual que en todos los fenómenos objeto de estudio de las ciencias sociales, que es el hecho de que esos resultados y procesos que queremos evaluar no pueden ser revisados y reproducidos en situaciones de laboratorio todas las veces que nosotros quisiéramos. No son como los fenómenos físico-naturales que pue den ser, generalmente, reexaminados innumerables veces.
Uno de los tabús más ingenuos de este siglo es el que consiguió elevar a la categoría de religión incuestionable la premisa de que todo aquello que no es observable, que no se manifiesta en conducta visible, y traducible en una terminología matemática no es digno de ser considerado como objeto de estudio científico, por lo tanto que no merece ninguna consideración y que podemos obviar su consideración.
Las matemáticas, se cree, eliminan la ambigüedad, los valores, las ideologías, y nos permiten elaborar toda clase de instrumentos de medición fiables y objetivos, en general, y por consiguiente, válidos universalmente.
Por todo ello muy pronto y parejo al desarrollo de cada vez más refinados procesos metodológicos de carácter exclusivamente cuantitativo, surgirán todo un gran cúmulo de críticas contra la auténtica valía de las indagaciones científicas así planteadas. Críticas algunas de ellas muy despiadadas, como por ejemplo la de Stanislav Andreski cuando escribe que «los métodos cuantitativos de investigación social excesivamente refinados me recuerdan las viejas películas de Laurel y Hardy o Charles Chaplin, donde uno veía a los boxeadores ensayar sus músculos, hacer enérgicas flexiones de rodillas, poner caras siniestras y gestos amenazadores y agitar luego sus brazos en el aire sin llegar nunca a dar un golpe» (Andreski, S. 1973, p. 140).
A través de esta vía de adquisición de conocimiento se acaba por llegar a construir un corpus científico en el que las auténticas preguntas clave referidas a los fines, las dimensiones políticas y éticas de tal ciencia son obviadas. Las cuestiones referidas a la génesis, a la construcción y a la naturaleza normativa de los sistemas conceptuales, que son los que seleccionan, organizan y definen los hechos, son preocupaciones olvidadas. Con ello se pretende la creación de una ciencia desinteresada, independiente de los valores y metas que las personas tienen en toda situación concreta.
Una forma de evitar el análisis de las dimensiones conflictivas de la realidad, en nuestro caso ahora, de lo que sucede en las aulas y del análisis del sistema educativo en general, es el parapetarse detrás de ciertas metodologías amparándose en el prestigio científico que proporciona la cuantificación refinada y la terminología que a ella acompaña.
Con este análisis lo que pretendemos no es ejercer una crítica destructiva y descalificar todo lo que puede ser cuantificable, sino únicamente pasar a ejercer una crítica constructiva ante esa especie de reverencia exclusiva frente a tales datos y el desprecio de otros que tienden a omitirse y que no se consideran decisivos por no ser fácilmente tratables matemáticamente. Datos estos últimos que en el campo de las ciencias sociales, y por lo mismo en el espacio educativo, son muy abundantes y en muchos casos los únicos verdaderamente relevantes para comprender una situación.
En la ciencia no caben los dogmas. Estos son la antítesis del pensamiento creativo. Como M. Bunge señala, «tanto en el desarrollo del individuo como en la evolución de la cultura, lo primero es el dogmatismo, la aceptación acrítica de creencias; el enfoque crítico es lo que llega último» (Bunge,M. 1986,p. 157).
Personalmente, creo que un defecto como el exceso de seguridad y confianza que en paradigma científico proporciona a los miembros en él instalados, favorece el nacimiento de posturas dogmáticas, si no permanecemos con la mente abierta ante las posi bles dudas e interrogantes con que siempre la realidad nos está enfrentando. «Cuanto más familiarizado esté una persona con determinada teoría y su correspondiente modo de pensar, tanto más difícil le será adoptar una teoría rival que implique una manera de pensar diferente. En general, la posesión de conocimientos da alas en un respecto y las recorta en otro» (Bunge, M. 1986, pp. 117-118). Es en esta dirección porque vemos con recelo esa cuantofrenia que dominó y tiende a imperar en la esfera de las ciencias sociales y, consiguientemente en los análisis educativos.
Parece como si la ausencia de una traducción en cifras y de la observación de conductas visibles por los sentidos exclusivamente, hiciese imposible obtener un cono cimiento acerca de la realidad educativa. Sin embargo, si revisamos cualquier manual sobre historia del progreso de la ciencia vemos que la estrategia de investigación, las nociones y métodos para obtener conocimiento acerca de la realidad que propugna el grupo de científicos englobados bajo el nombre de positivistas, podemos constatar inmediatamente que no fue realmente esa la única vía existente, ni inclusive la más exitosa. Todo lo contrarío, advertimos como fueron las intuiciones individuales, los factores personales y sociales más diversos, los que jugaron un papel muy importante y decisivo en la construcción de esa sabiduría.
Un camino para analizar críticamente esta carrera en la producción del conocimiento es el que nos proporciona el concepto de paradigma tal como Th. Khun lo argumenta.
Un paradigma establece «la fuente de los métodos, problemas y normas de resolución aceptados por cualquier comunidad científica madura, en cualquier momento dado» (Khun, Th., 1980, p. 165). Ello conlleva compartir una visión del mundo, o lo que es lo mismo, que el conocimiento que esa comunidad intelectual construye sea compartido y coherente, en sus líneas más esenciales, así como que los problemas y dudas con los que se enfrentan puedan obtener satisfactoria solución desde el marco que comparten.
En cambio, será cuando empiencen a surgir «anomalías», o sea, problemas a los que ese paradigma no responde todo lo satisfactoriamente que sería de desear, cuando asomen los descontentos en tal comunidad científica y se establezcan períodos de crisis que, en algunos casos, pueden favorecer la aparición de un nuevo paradigma.
En esos momentos de crisis podemos constatar las profundas modificaciones que afectan tanto a las teorías como a los métodos y normas de obtención del conocimiento. «Cuando cambian los paradigmas —subraya Khun—, hay normalmente transformaciones importantes de los criterios que determinan la legitimidad tanto de los problemas como de las soluciones propuestas» (Khun, Th., 1980, p. 174).
El mundo y, consiguientemente, los problemas que cada comunidad va a plantearse son diferentes; aún cuando la mirada vaya en una misma dirección las cosas que se verán serán diferentes. En este sentido se puede afirmar que quienes están integrados en paradigmas en competencia practican sus profesiones en mundos diferentes. Las cuestiones y caminos que esos grupos de investigación siguen para interpretar la realidad, así como las definiciones de lo que es «conocimiento», «teoría» y «verdad» van a ser la causa principal de incomunicación entre tales paradigmas en conflicto o enfrentados.
La evaluación educativa por su parte también se va a ver afectada por toda esta problemática. El enfrentamiento entre dos paradigmas diferentes y, me atrevo a decir, contrapuestos, en hoy una realidad, pese a las tentativas por llegar a síntesis más o menos coherentes.
Cuando en la actualidad nos valemos de términos tales como «cualitativo» y «cuantitativo», lo hacemos dotándolos de una significación implícita que viene a confesar el estado de la conflagración existente; reflejamos una situación de crisis y la situación emergente de un nuevo paradigma alternativo.
Aunque semejantes términos, cuantitativos y cualitativos, en principio pudiese suponerse que se refieren exclusivamente a disquisiciones metodológicas, en el fondo es mucho más lo que detrás de tales vocablos se parapeta.
Los paradigmas representan siempre la existencia de maneras de encontrarse con la realidad, de decidir qué asuntos son más o menos importantes y decisivos. Un nuevo marco conceptual y teórico ampara el empleo de metodologías e instrumentos de investigación diferentes, acordes con esa nueva forma de estar en el mundo.
Asimismo, nuevas creencias, valores y asunciones se hallan detrás de este moderno paradigma. «Estas nunca se hacen explícitas en las teorías producidas por la investigación, pero aquéllas están sin embargo inherentes en ellas en tanto que estructuran las percepciones de los investigadores y determinan la teorización subsiguiente» (Carr, W. and Kemmis, S., 1983, p. 74).
Dejamos ya entrever someramente como detrás de lo que venimos llamando al paradigma cuantitativo se oculta una específica forma de ver la realidad, con sus respectivas valoraciones sociopolíticas y posibilidades de intervención en tal mundo objeto de indagación.
A medida que se hace más patente el declive del positivismo, del neopositivismo y del operacionalismo, así como del conductismo, cuyo fundamento epistemológico fueron los «ismos» anteriores, arrecian criticas más mortales contra la evaluación cuantitativa.
Por otra parte el desenvolvimiento de una filosofía postpositivista, mucho más centrada en el contexto, en el estudio de las peculiaridades individuales del comportamiento y de las situaciones humanas, asistirá el nacimiento y despegue de la hoy denominada «evaluación cualitativa», o «evaluación naturalista», «evaluación antropológica», «etnometodología», etc.
En un intento de resumen Ch. S. Reichardt y Th. D. Cook (Cuadro I) nos proponen el siguiente cuadro definitorio de las peculiaridades de cada uno de los paradigmas en conflicto y cuya aplicabilidad en el campo de la evaluación no es difícil deducir.
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Técnicas de evaluación cualitativa
Será fundamentalmente a mediados de la década de los setenta cuando comiencen a difundirse rápidamente algunas de las llamadas técnicas cualitativas que contribuirán, entre otras cosas, a captar mejor lo que acontece en las aulas, procedimientos en un primer momento, con defectos en su fiabilidad, no mantemáticamente comprobables, pero que darán buenos resultados.
Una de estas técnicas es la llamada Triangulación que se emplea exitosamente en el «Ford Teaching Project». Proyecto que se desenvuelve en el Reino Unido de la mano de J. Elliott y C. Adelman con la finalidad de investigar el fracaso de la reforma del currículum a la hora de aplicación en las aulas.
J. Elliott y C. Adelman considerarán necesario que los profesores tomen conciencia de las teorías que guían la práctica y que, asimismo, sean capaces de reflexionar críticamente sobre ellas. Muy pronto, sin embargo, observaron que la mayoría de los educadores experimentaban grandes dificultades para observar y relatar sus propias prácticas. Es entonces como se erige como alternativa el método de la triangulación para recoger los datos.
La idea de la «triangulación» deriva de los métodos de la etnología y se basa en una intervención exterior. «La triangulación —en palabras de J. Elliott y C. Adelman— consiste en recoger datos sobre una situación de enseñanza desde tres puntos de vista muy diferentes, a saber, los del profesor, de sus alumnos y de un observador participante. La selección del relator, su manera de suscitar los informes y la selección de la persona que los compara dependen mucho del contexto. El procedimiento de reunir informes desde tres puntos de vista distintos tiene una justiñcación epistemológica. Cada vértice del triángulo colocado en una posición epistemológica única con respecto al acceso a los datos pertinentes de la situación de enseñanza … Al comparar sus propios informes con los de los otros dos, una persona en un vértice del triángulo tiene ocasión de controlarlos y tal vez de verlos de nuevo sobre la base de datos más completos» (Elliott, J. y Adelman, C, 1975).
Los métodos de triangulación constituyen, de este modo, un medio de evaluar el proceso y tienen demostrado ser una interesante forma de estimular las prácticas de autocontrol en los profesores y también una manera de promover el debate con otros interesados en ese proyecto curricular.
Otras técnicas flexibles de recogida de información, procedimientos abiertos y sensibles a los aspectos singulares e irrepetibles que se producen en el aula, son igualmen te: las entrevistas clínicas, las grabaciones audiovisuales y magnetofónicas, los diarios escolares, las fotografías de aula, las anotaciones asistemáticas, las descripciones copiosas, etc. Técnicas estas que procuran una observación más sistemática y continua, durante más tiempo, desde dentro y aceptando todo.
Una característica de este tipo de investigación-evaluación naturalista, como señala L. Cronbach (1975), es que evita las generalizaciones que «decaen» con el tiempo. El evaluador naturalista o cualitativo considera que todos los fenómenos sociales o de conducta son situacionales, dependen del contexto y del momento. Esto no va contra la posibilidad de alguna transferencia entre contextos y momentos semejantes.
Las «muestras teóricas» y las «descripciones copiosas» y detalladas, en palabras de C. Geertz, de los diferentes contextos son los procedimientos que utiliza esta metodología para determinar la posibilidad y el grado de transferencia.
El estudio de la ecología del aula requerirá siempre una continua readaptación de las estrategias metodológicas para que estas permanezcan siempre a la altura de la complejidad de lo que alli acontece.
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El diario escolar y las fotografías de aula
Los diarios escolares del profesor pasan así a ser no únicamente algo primordial para comprender lo que sucede en las clases, sino también un medio de investigación del propio profesor. Este se convierte en un elemento activo en la toma de decisiones acerca de lo que es importante o no en el aula, dejando de ser una persona que está permanentemente en peligro de caer en las rutinas. En definitiva, para dejar de hacer «lo que siempre se hizo».
Cuando las rutinas se convierten en dueñas de nuestro comportamiento la realidad también se percibe como no problemática. De este modo, las cotidianidad encaminan nuestra conducta en una única dirección frente a las otras muchas que teórica y prácticamente son posibles. Solemos olvidar con demasiada frecuencia que la práctica actual que llevamos a cabo en el aula es sólo una de entre las otras muchas alternativas posibles; alternativas que no solemos ni siquiera plantearnos.
El diario escolar se convierte así en un valioso instrumento que posibilita el abandono de las acciones robotizadas y rutinarias en el aula como pauta primordial de con ducta. Al mismo tiempo permite la aparición de la acción reflexiva y la potenciación de la capacidad de los docentes como generadores de conocimiento profesional, verdadera característica de la figura del profesor como investigador en el aula o profesor crítico.
El profesor como investigador no necesita ya moverse dentro de las coordenadas de acción que otros le «dictan» como deseables o convenientes y que él acata sumisamente sin cuestionarse, contribuyendo asía su desprofesionalización.
Una política de formación del profesorado y unas condiciones laborales tendentes a desprofesionalizar son los principales recursos que utilizan los gobiernos y grupos de poder no democráticos para facilitarse el control y manipulación del aula. Los profesores en un modelo similar al descrito, sin participación en la definición y análisis de los problemas y una auténtica colaboración de ellos mismos en las propuestas de solución, buscarán una presunta «seguridad» personal en la obediencia y sometimiento a las propuestas de políticos e «investigadores» al margen de la real dinámica del aula. Por el contrario, el profesor crítico, auténtico profesional dueño de sus actos, asumirá lo que debe hacer a base de contrastar su práctica cotidiana con otras prácticas y teorías educativas, sociológicas y psicológicas.
El profesor aprende a experimentar y a descubrir lo que es posible, lo que es deseable y el/los por qués de todo ello. En este modelo el eje de las preocupaciones principales del profesor crítico ya no radican, sólo en el «cómo» se deben o pueden hacer cosas en el aula, sino que también se centran en la necesidad de preguntarse los «porqués«.
Mediante la reflexión constante el docente se convierte en una persona mentalmente más abierta, que somete permanentemente a contrastación crítica cualquier com portamiento, creencia o teoría a la luz de las bases que la sustentan, así como de las consecuencias que todo esto conlleva. También pasa a ser consciente de la gran responsabilidad de su labor profesional.
A través del diario escolar del profesor, tanto él como sus compañeros de profesión, logran adquirir una mayor comprensión de la vida en ese nicho ecológico que es el aula. Podremos así comprender la forma de pensar del docente, sus razones para obrar como lo hace e interpretar lo que sucede en el aula.
Una condición necesaria para la realización del diario escolar será la pérdida del miedo al ridículo que los profesores a veces suelen padecer debido a las fuertes presiones de políticas educativas desprofesionalizadoras y a la carga de desprestigio social que en algunos ambientes aún sigue caracterizando este trabajo.
Al igual que desde la Didáctica se viene revalorizando el valor del error de los alumnos como punto de arranque que permite volver a reflexionar y reestructurar el conocimiento y las destrezas existentes, así también los errores del profesor serán productivos. Este al reconocer errores en diseños y desarrollo curriculares que efectúa y/o en las teorías que los sustentan se ve obligado a reflexionar y a buscar hipótesis y soluciones alternativas, ya sea por sí mismo o, mejor, en colaboración. No es casual que se diga popularmente que es analizando nuestros errores como se realizan más progresos, y no parándose en los aciertos, aunque también esto sea necesario puesto que ello es un recurso valioso para reforzar la autoconfianza y poder de esta manera hacer frente con más optimismo a los próximos nuevos problemas.
Entender cómo los profesores interpretan, realizan y evalúan la vida del aula es esencial tanto para ellos mismos como para cualquier otro profesional interesado por cuestiones educativas.
La actividad reflexiva a que obliga el diario escolar del docente facilita la labor de revisión constante de sus propias teorías, suposiciones y prejuicios y, asimismo de la forma que éstos afectan a su comportamiento y a la planificación del trabajo en el aula. Es además un decisivo recurso para analizar cómo influyen en el desarrollo del trabajo escolar y del propio pensamiento del profesor los posibles estímulos o coacciones externas: de la Administración (mediante la legislación vigente, la labor de los inspectores, etc.), de los padres, de las editoriales, de los diferentes grupos de presión política, etc.
En el diario escolar se recoge lo que sucede en el aula desde el punto de vista de un personaje clave: el profesor. En aquel se describen los acontecimientos, incidentes y sucesos significativos de la vida diaria en la clase; no sólo de las cosas que plantearon problema y/o salieron mal, sino también aquellas actividades que puede considerarse que alcanzaron el éxito.
Sin embargo no será importante únicamente la descripción de lo que sucede, sino también, y muy fundamentalmente, las interpretaciones y las impresiones del propio profesor-observador. Para facilitar la tarea de la recogida de las anécdotas cotidianas y/o extraordinarias, debemos procurar redactarlas lo más pronto posible al momento en que ocurrieron, con el fin de evitar deformaciones y olvidos importantes. No obstante y dado que ésto no siempre es posible, lo que si podemos hacer es recurrir a anotar alguna o algunas «palabras-clave» que favorezcan nuestra retención de lo sucedido y, posteriormente, su redacción.
Es también aconsejable, para realizar descripciones lo más verídicas y ajustadas posible:
* Incluir citas textuales;
* Describir las acciones e interacciones de los personajes centrales con el máximo detalle posible, indicando el día, hora, y a su vez cómo y donde tuvieron lugar;
* En qué contexto, qué estaba sucediendo momentos antes, qué otras personas u objetos fueron involucradas, que respuestas y reacciones tuvieron aquellas, etc. En general, es conveniente recoger cualquier información descriptiva que permita tanto al profesor como a cualquier otro compañero, evaluador o investigador comprender posteriormente ese evento.
En las descripciones de sucesos complejos se debe procurar asimismo mantener la sucesión temporal de los acontecimientos tal como éstos tuvieron lugar.
Es importante esforzarse por no confundir la descripción de los sucesos con su interpretación. En primer lugar describiremos, con palabras lo más precisas posible y utilizando una redacción clara, lo sucedido. Seguidamente daremos la posible o posibles razones del o de los porqués; es decir, interpretaremos lo acaecido.
La interpretación de la que hablamos es algo básico en un diario escolar, ya que constituye la única forma que posibilita ver las razones profundas del comportamiento del profesor ante lo que ha ocurrido y analizar su conducta. De este modo:
♦ ¿Qué estaba pensando el docente en esa situación?,
♦ ¿Por qué la programó así?,
♦ ¿Cuáles son las cuasas, según el profesor, de ese fracaso o de ese éxito concreto que recogemos en el diario?,
♦ ¿Cómo se podía haber previsto ese suceso?,
♦ ¿Qué deberemos hacer para modificar o volver a crear el clima que dio origen a ese comportamiento?, etc. son algunas de las posibles preguntas abiertas que podemos hacernos.
Como recurso excepcional en nuestra investigación —especialmente para favorecer la objetividad en nuestras descripciones— se puede también alguna que otra vez recurrir a la utilización de un magnetófono. El uso de este medio nos ayudará a recordar con más exactitud conversaciones clave, frases esenciales, etc. para la comprensión de algunos hechos. Incluso la revisión posterior de esa cinta puede hacernos descubrir aspectos fundamentales que permitan el entendimiento de algunas situaciones que en su momento pasaron desapercibidas.
La fotografía es asimismo un recurso —económicamente accesible— que nos facilita información complementaria sobre la vida en el aula. En la medida que el fotografiar llegue a convertirse en una actividad normal y rutinaria evitaremos distorsiones y «poses» que convertirían a la situación en poco o nada significativa.
En algunos momentos determinados o en períodos de tiempo elegidos al azar podemos dedicarnos a hacer fotografías; en blanco y negro será suficiente. Fotografías tomadas desde ángulos diversos, unas veces dirigidas con precisión sobre alguien o algo concreto y otras más al azar. Su revelado posterior puede ser fuente de valiosa información. En algunas fotos podremos reafirmarnos en lo que nosotros creemos que pasó, pero cabe también la posibilidad de que surjan ante nuestros ojos aspectos que se nos escaparon en aquel momento concreto o que nosotros creímos ver de manera distinta.
Sin embargo debemos tener siempre presente que la fotografía supone congelar un fotograma de una película, por utilizar un símil cinematográfico; hace referencia a unos momentos antecedentes y a otros subsiguientes. Fotografiar significa recortar el espacio y el tiempo que dan significado a una acción; supone preservar las apariencias instantáneas, reducir a «datos» instantes de esa compleja dinámica que caracteriza al desarrollo de la vida en el aula. Es un recurso que está en manifiesta relación con la memoria humana, pero a diferencia de ésta las fotografías no preservan en ellas mismas el significado; únicamente ofrecen apariencias que será necesario contextualizar e interpretar.
Dada la finalidad investigadora para la que utilizamos este recurso, una buena fotografía se diferenciará de otras no tan buenas por el grado en que consigue que esa imagen condensada estáticamente, esa visión sintética, aparezca fácil y claramente relacionado con el ámbito de donde fue obtenida.
La fotografía de los alumnos en acción o de los resultados de su trabajo nos posibilita reflexionar sobre lo ocurrido:
* ¿Por qué esa selección de los alumnos que aparecen en las fotos?, ¿Son los preferidos, lo más guapos, lo que hacían las actividades mejor y/o más interesantes,…?
* ¿Qué alumnos nunca aparecen en esas fotografías? ¿Cuáles se repiten y por qué? *¿Qué actividades se fotografiaron y cuáles no en esa clase?
* ¿Qué limitaciones tuvimos en la realización de las fotos: espaciales, de iluminación, de respeto por la intimidad,…?
* ¿Existía alguna presión por parte de los alumnos para que nos fijáramos en algo o alguien concreto?
* ¿Cuál es el contexto completo del que está seleccionado ese instante que refleja la foto?
* ¿Está regida por algún prejuicio o manifiesta subjetividad la elección del punto de mira del objetivo?, etc.
Estas serán algunas de las preguntas que nos facilitarán una comprensión de lo que sucede en el aula.
La fotografía va a permitir además la participación de los propios alumnos en la actividad investigadora. El profesor puede recurrir a la exposición de esas fotos y pedir que sus alumnos las interpreten. El análisis de las fotos puede animar a los alumnos y, por supuesto, al profesor a implicarse activamente en la vida del aula, a su comprensión, a sentirse más solidarios y a mejorar las relaciones interpersonales. Aquellas servirán de estímulo para liberar muchas anécdotas y recuerdos más o menos significativos que de otra forma serían omitidos o pasarían desapercibidos.
El hecho de que puedan existir diferentes interpretaciones de lo acaecido obligará a una negociación de los significados entre el profesor y los alumnos hasta llegar a un acuerdo en las explicaciones de lo que realmente sucedía y por qué, con ello ganamos en objetividad.
El diario escolar concebido de esta forma es un valioso instrumento de inves tigación para el propio profesor que se ve impedido a reflexionar sobre su acción, a ex plicarla, razonarla, cuestionarla, etc. Es, en consecuencia, un recurso esencial de cara a hacer realidad y no «slogan» la figura del «profesor como investigador en el aula».
Es el diario escolar además un decisivo instrumento para la comunicación en el seno de los equipos de trabajo de profesores. Estos equipos a base de reuniones con cierta regularidad, ayudados con aquel recurso, podrán mejorar la coordinación de sus experiencias, verán facilitadas las discusiones de sus datos, conocimientos y puntos de vista. Serán capaces de aprender unos de otros, identificando problemas didácticos parecidos en sus aulas, discutiendo hipótesis de solución, desarrollándolas, evaluándolas y reformulándolas cuando siga siendo necesario.
En nuestro contexto educativo el ambiente competitivo que nos rodea no contribuye a facilitar esta comunicación entre los docentes. Existe una fuerte tendencia, como una especie de ley del silencio, que hace aparentar que nadie tienen problema alguno en sus aulas. El que un profesor llegue a reconocer, o se llegue a saber por cualquier otro medio, que en sus clases tiene dificultades es algo que puede, en esta situación, llegar a estigmatizarle peligrosamente para el resto de sus días.
Es necesario potenciar un nuevo clima de confianza y colaboración mutua entre los profesores, establecer un mínimo código ético que impida utilizar estos datos confidenciales de los diarios y comunicaciones tanto dentro de los grupos de trabajo, como fuera del grupo, como elemento de alguna forma sancionador contra el profesor.
Los compañeros de profesión y trabajo, en la medida que también ellos pondrán de relieve sus propios puntos débiles y fuertes, irán dejando de ser rivales o fuente de amenaza, para pasar a verse como complemento necesario para mejoras recíprocas.
Podremos así construir una cultura colectiva pedagógica vinculada estrechamente con la acción, a la que todos los profesores aportan continuamente los resultados de su específica acción práctica y reflexiva. Una cultura que devolverá la confianza a los docentes en sus propias aptitudes para analizar críticamente el contexto educativo y tomar decisiones juiciosamente.
Una vez llegados a este punto los profesores sabrán constatar igualmente como muchas veces es necesario eliminar los posibles obstáculos institucionales y políticos que pueden impedir la innovación educativa y la solución de muchos problemas de enseñanza-aprendizaje. Su mayor grado de conciencia como profesionales críticos les permitirá ser más efectivos en su oposición frente a aquellos obstáculos tendentes a la desprofesionalización y a los recortes de su autonomía.
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Performance indicators as a strategy for counter-reformist change in educational policy
Jurjo Torres Santomé
Journal for Critical Education Policy Studies
Volume 5, Number 2 (November 2007), pp. 529 – 562.
Abstract
It is essential, in analyzing the significance of Spain’s Organic Law of Education (2006), as well as its associated measures, to be conscious of the lines of broad, hegemonic ideology that pervade Spanish society and the European Union. The market reforms to which the education system is currently subject leads it to incorporate in an unquestioning way a series of concepts and models of analysis the consequences of which are a greater presence of the techniques of measurement and control of everything that goes on inside the classroom. Standardized performance indicators are claimed to be purely neutral and technical in nature, yet they illustrate how new technocratic concepts are intended to manage and control the education system. The language of standardization adopts an assumed concern for issues of equality and social justice, whereas beneath this kind of rhetoric there resides another, utterly different, philosophy. This ideology in fact believes in a higher degree of control and hierarchization of the education system which, moreover, gives rise to a displacement in the decision-making structure. Experts and technical advisors from the State Educational Administration usurp functions from schools and effectively reduce the scope for democratic governance in these.
Introduction
It is clear that schools can, to some extent, be considered as political institutions. Within a school significant dynamics exist that contribute to the reconstruction, reproduction and, indeed, to the very existence of inequalities involving race, ethnicity, gender, social class, sexuality, disability and religion, all of which are inherent in society. For this reason governments never lose sight of the educational system, and hence political parties, trades unions and practically all social organizations will mobilize, be it through debate or action, whenever a government legislates in this area.
It is therefore essential, in analyzing the significance of Spain’s Ley Orgánica de Educación (LOE) (the Organic Law of Education), as well as its associated measures, to be conscious of the lines of broad, hegemonic ideology that pervade Spanish society and the European Union. On one hand, we find neoliberals who are keen to drive through measures that favor the interests of multinational corporations; on the other hand there are the more traditional, conservative ideologies (including those fostered by the governing bodies of the Catholic Church), which are invested in the defense and continual reproduction of current social models reflecting classist, sexist, racist and ageist values. Against such forces we find a conglomeration of ideas expressed through numerous social movements from the left (socialist, social-democratic, feminist, anti-monopolist, anti-racist, ecology movements, etc.), which are committed, in varying degrees, to the fight for greater levels of social justice, and to confronting corruption and new forms of poverty and social, economic, political and cultural marginalization.
Neoliberal positions are those which favor a weakening of the networks that sustain the welfare state and which center most notably on discourses and practices aimed at discrediting and domesticating trades unions, deregulating the labor market, promoting policies designed to privatize the public health system, and securing cuts in state pension funds, amongst others. In the sphere of education, neoliberalism is increasingly effective in helping to strengthen private education. At the same time, it is contributing to the weakening of the public sector. Thus, for example, a raft of measures have been introduced to increase competition between schools and to transform the education system into a marketplace (Jurjo Torres Santome, 2001), the aim being to guarantee all families the freedom to choose their schools, in full awareness that not everyone has the capability, information or resources to make informed decisions related to education. Moreover, school performance standards, which involve unjust ranking systems for schools, can lead to a false hierarchy among teachers.
Conservatives often turn to the education system as a means of securing consolidating and perpetuating classist, racist, sexist and homophobic structures. Seen from this point of view, certain aspects of their involvement in educational policy are particularly noteworthy. For example, attempts to maintain as much control as possible over what is taught in the classroom were evident in the kind of discourse emanating from the Ministry of Education, Culture and Sport during the (conservative) Popular Party’s years in office, i.e. through the rushed introduction of legislation over minimum requirements in all areas of compulsory secondary education and the Baccalaureate.* Any number of justificatory arguments were advanced for this purpose, all with essentially the same subtext: that in all areas of the humanities, and especially in history, students exhibited disturbing levels of ignorance. Obviously, the control of the collective memory which these conservative ideologues pursue leads them to scrutinize exactly what is taught in order to impose ‘their’ versions of the truth as the accepted, unquestionable bases for education at this level.
This imposition of an official, approved body of knowledge is in fact the motivation behind their desire to elevate the importance of the external assessment of the education system. In this way, the draft bill for the Ley Orgánica de Calidad de la Educación, of 2002, (LOCE) (Organic Law of Quality in Education) already made clear that one of the principles underpinning the legislation was: ‘to orient the education system more openly towards results, since the consolidation of a culture of hard work and improvements in quality are related to the intensification of the process of assessing students, teachers, schools and the system as a whole, in such a way that each of these can contribute to the process of improvement.’
One of the strategies to facilitate this type of control was to be employed through the formulation of the State System of Educational Indicators, which, according to the LOCE (December 23rd, 2002), would contribute to the ‘orientation of decision making in education — at both the school-site as well as the administrative level — towards students and families’ (Article 97.1). The National Institute of Assessment and Quality of the Education System, an organization independent of the Ministry of Education, would take charge of such evaluation (Article 95). This National Institute would be responsible for ‘the general diagnostic assessment of subjects and study areas’ (Article 96); that is, it would monitor the contents of the compulsory curriculum, specifically in primary and compulsory secondary education.
The Institute would also be charged with overseeing general testing at the end of primary education, to ‘verify the level of acquisition of basic skills at this level of education’ (Article 17). It was specified that these tests would ‘carry no weight in terms of academic qualifications, but would instead be of an informative and orientative nature for schools, teachers, families and students. It was precisely this form of expression — designed to disguise the true intentions of the measures — that allowed the government of José María Aznar’s Popular Party to diffuse potential student unrest, because in general students did not perceive the true nature of the reforms.
Curiously, the new Organic Law of Education (LOE), of April 6th, 2006 (as announced in the Boletín Oficial del Estado), has kept this philosophy practically intact, the only difference being that political power is now in the hands of the governing Socialist Workers Party of Spain (PSOE), broadly characterizable as a social-democratic party interested in achieving greater levels of social justice, democracy and equality.
In Article 142.1 of the new LOE, external assessment is once again the preferred option. ‘The National Institute of Assessment and Quality of the Education System, henceforth to be known as the Institute of Assessment, will carry out the assessment of the education system, together with organizations under the control of education administrations, which will conduct evaluation in their own areas of competence.'[1]
To effect these objectives, the following article states that the Institute of Assessment, ‘in collaboration with education administrations, will develop a State System of Educational Indicators that will contribute to the better understanding of the education system and to help orientate decision making within educational institutions and all other sectors involved in education’ (Article 143.3).
Hence, this new law maintains the idea that ‘these assessments will deal with basic responsibilities associated with the curriculum in both primary and secondary education, and will include, in all cases, those responsibilities stated in Articles 21 and 29’ (Article 144.1).[2] In order to state clearly the intentions of this diagnostic assessment — and notwithstanding that Article 144.3 specifies that ‘in no case should the results of these assessments be used for the classification of schools’ — three articles below, it is further stated that ‘the Ministry of Education and Science will periodically publish the conclusions of general interest arrived at by the Institute of Assessment in collaboration with education administrations, and will make available public information from the State System of Indicators. Also, it is worth bearing in mind that Articles 21 and 29 had already made clear that this assessment ‘will be of a formative and orientative nature for the schools and will be of an informative nature for families and the broader educational community’. How, though, will it be possible to guarantee that these results are used for ‘formative’ purposes only, once they are published?
These measures are entirely new to our educational system, and they will probably serve to influence all elements of the system, most directly and significantly the work of teachers in schools.
The Institute of Assessment, which is responsible to the Ministry of Education and Science, is presented to the public as neutral, free from ideology and, hence, able to develop ideologically neutral indicators and to test its own performance in an equally neutral way. However, in reality this neutrality is not guaranteed, and the suspicion will always remain that the evaluative process will be used by the government in pursuit of its own political interests. Only in the case of there being a number of different assessment agencies, all independent of the Ministry, might the rules of the game be kept even minimally equitable.
Implicit in these forms of diagnostic assessment is a dangerous assumption, one that will be sought by those within this institution to convince the population that assessment is an exclusively technical issue, one unrelated to questions of ideology under debate in society, and one that any professional would carry it out in the same way; that assessment is merely another bureaucratic task. A similar assumption makes it possible to convince the public that with these ‘neutral’ assessment outcomes the administration is legitimized in effecting adjustments and reforms in the education system’s very structure, transformations that will also be portrayed to the general public as ideologically impartial, the result of technical checks with no objective other than to correct imbalances in the current educational model.
Once again, from a conservative and neoliberal viewpoint, this implies equipping the education system with a business model of operation, legitimizing the transfer of knowledge and skills which operate in the commercial world to that of the classroom.
The danger here is that the techniques of control typical of the commercial world would lead to the demise of ideological debate, which forms such an integral part of education. When the aim is to persuade users of educational services, from students and their families to teachers, that the only problems that exist in the system are of a technical nature, questions of ideology, politics, morality and culture, which have always influenced decision making in education, are rendered invisible to the majority of citizens. As a consequence, the effectiveness of pedagogical approaches is characterized as depending exclusively on teachers and students.
The reality, though, is far different because, as Pat Mahony and Ian Hextall (2000, p.32) note, the form in which indicators are interpreted and exploited in practice varies according to a variety of factors related to the system itself: who makes decisions in the Ministry of Education and in the Institute of Assessment; the assessment model adopted; the groups who figured most strongly in the minds of those originally designing the assessment instruments; those who subsequently evaluate findings; and those responsible for the practical implementation of findings, as well as the context in which any such changes are made.
A good example of how different interests can lead to very different outcomes within an organization is cited by Ernest House (1998, p.64) in his analysis of the Challenger space shuttle disaster occurring in January of 1986. The accident originated seventy-three seconds after take-off from Kennedy Space Center, in one of the rocket launchers, more specifically in imperfections in the ‘O’ sealing rings that joined different parts of the launchers. During the investigation into the accident, it was discovered that throughout the development of the project the respective interests of politicians and technicians had been in clear opposition. The engineers warned NASA directors of the dangers of launching, but the directors never fully understood the true risk associated with overheating, and tended to see these technical reports as exaggerated. Indeed, the directors were far more concerned with the political consequences of not launching than with the threat of disaster. At each level of the space agency, the issues of primary concern varied. Whilst the engineers focused on technical matters, those within the political hierarchy of NASA prioritized questions of public image as well as the political and economic interests vested in the launch.
A broadly comparable situation occurred in the Spanish State context with the scores on tests administered by the Ministry’s Assessment Agency during the mandate of Minister of Education Esperanza Aguirre, who sought test scores that would illustrate the failure of achievement in humanities teaching in compulsory secondary education. The findings did not in fact reflect the kind of failure sought, yet the Minister had no scruple in reinterpreting the results with a singular bias, so as to achieve a consensus amongst political parties in Spain’s parliament and thus effect a profound revision of compulsory secondary education and the Baccalaureate in accordance with her own interests. Amongst the most deeply hidden interests of the political right, which the Minister aimed to translate into law, involved finding justification for setting minimum levels of obligatory knowledge, this in keeping with the ultra-nationalist vision of the Spanish State held by the Popular Party; it involved choosing set topics of study which could best be used to arrive at an interpretation of the past and the present corresponding to the vision and interests of Spain’s political right, in power at that time.
This shifting of indicators and standards, which is promoted as an indispensable measure for achieving excellence and quality in education, is particularly forceful when those social movements and discourses orientated towards equal opportunity are divided or weak. In the field of education, such a context arose at the time of the Organic Law of the General Organization of the Education System (LOGSE, 1990), which passed into law during Spain’s previous socialist government, without any kind of accompanying provision for its funding.
Over the course of the 1990s, by which time the central government went conservative, the teaching profession slowly came to understand that the Education Administration did not seek to effect true educational reforms through these policies, but to merely to make small changes in terminology and procedural matters, whilst at the same time imposing numerous new requirements on schools. However, neither those movements committed to progressive education, nor trades unions, nor indeed progressive political parties, were capable of mounting a counter-discourse with the power to bring to light the contradictions at play in the educational sphere. Indeed, the political right began to achieve its first successes in the promotion of its conservative ideology with this law, due to changes in its form and terminology. Moreover, the true significance and the effects of their discourses and measures became more difficult to perceive.
The LOGSE, together with the official discourses advanced by the Ministry of Education of the Spanish Socialist Workers Party (PSOE), especially at the time of the enactment of this law, had already established a discourse based on a psychological paradigm for analysis and decision-making in the educational sector. This would only lead to a strengthening of the technocratic approach to educational policy, whilst abandoning as undesirable more complex analyses of the multiple, intersecting variables that run through any educational system.
It is worth recalling that as early as the 1980s, conservative ideologies of the most politically and economically hegemonic European countries had begun to favor a psychological approach to social analysis, not least in the analysis of educational systems. The Spanish Socialist Workers Party (PSOE) fell under the spell of this reductionism, and hence when the conservative Popular Party assumed power they discovered that the ground had already been laid. Consequently, they continued in the service of psychology, indeed strengthening its areas of influence, in order to avoid ideologies and the language of the left, given that the natural position of such psychological approaches allows for the construction of analyses based on individual dimensions. This is the time of the ‘psychologization’ of the subject, of culture and of social problems, which facilitates the implementation of policies of individualization and – something that the right truly sought – of the concealment, indeed the rendering invisible, of politics.
In the 1990s and the years of the new millennium, the rise of neoliberalism has benefited from the success attained by this reductionism in terms of social analysis, and has been able to impose the economy as the benchmark against which all its (mercantile) analysis is measured.
The effects in the educational sector, from its ‘psychologization’ and the introduction of a neoliberal ethic, have been the concealment of political discourse and analysis, as well as the casting of blame on these; a false depoliticization of education. Politics itself, at least for a very significant sector of the population, not least teachers, becomes identified with the defense of perverse and selfish interests.
New conservative and neoliberal discourses avail themselves of these economic and scientific-psychological perspectives so as to impose their own discourses within the education system. As James P. Gee points out (2005, p.141), discourse in the educational system works as a grouping of related social practices, ‘composed of ways of speaking, listening (frequently also of reading and writing), of acting, interacting, valuing and using tools and other objects, in specific surroundings and specific times, such that a determinate social identity manifests itself and is recognized.’ They generate forms of behavior; they produce, create and limit models of society in which people are orientated towards living and acting in a way coherent with the essential philosophy which the discourses represent.
The political right, then, reappears with new concepts, such as free choice, competition, leadership and more responsibility for school leaders and inspection bodies, efficiency, and academic excellence; at the same time budget cuts begin to take on the characteristic mark of the neoliberal State, however much those directly affected are offered massaged statistics so that they believe the very opposite of this.
The re-centralization of power and performance indicators
Two words, ‘efficiency’ and ‘excellence’, will prove to be key in the discourse which introduces the policy of centralized assessment. However, both concepts will operate within the discourse of education as a sacred litany or as magic words, almost like Buddhist or Hindu ‘mantras’; they have no specific semantic content, but serve both to hypnotize and to mask the intentions of the political forces, conservative and neoliberal, that advance them, words that conceal the obsession for aligning the education system exclusively with the needs of the world of business-capital, and, at the same time, an equally urgent obsession for curbing policies of welfare and cutting economic investment in the education system.
As a consequence, tests designed to measure performance using standard indicators have, over the last two decades, become the dominant techniques with which the involvement of political administrations in the education system is measured, guaranteed and legitimized. Yet they are, fundamentally, being used in an attempt to redirect the process of decentralization with which modern states try to deal with internal diversity and the specific needs of those distinct nations and regions within them. The final years of the twentieth century, it should be recalled, coincided in Spain with a right-wing central government which, in addition to being of a different political persuasion than many regional governments, was obsessed with a new re-centralization of power, a new process of ‘re-Spanishization’ of the State. This explains the fact that the arrival of the conservative government in the nineties brought with it the introduction of these kinds of measures in the education system. In this sense, the obligatory nature of indicator-based assessment for students reaching the end of primary education is one of the most significant features of the LOCE.
Through these politically motivated forms of assessment, the State comes to hold one of the most efficient means of control over the whole education system, a form of orientative control which can be employed in the service of the political interests of whichever party is in power.
Such strategies involving the devolution of powers and the re-centralization of decision-making have been realized with considerable success. A clear example of this can be seen in how discussions over the efficiency and quality of schools have recently become a matter, almost exclusively, of the results of evaluative testing. In the last few years, an example of this situation is the disquiet caused by reports such as the PISA (Program for International Student Assessment), designed and applied by the OCDE. What receives scarce public attention in current analysis and debate, however, is the question of who exactly the organizations promoting the language of diagnosis based on performance indicators represent; what are their motives, and who belongs to such groups?
The last two decades have seen the invasion of the positivist language of efficiency in public institutions, and hence in educational institutions: quality, management, indicators and standards, efficiency, responsibility, profitability, competition, the marketplace, free choice of schools, privatization, the ranking of schools, employability, schooling checks, outcomes — all of which are concepts promoted by the World Bank, the International Monetary Fund, the ERT (European Round Table of Industrialists), the International Accounting Standards Foundation (IASC)[3] (Jurjo Torres, 2006), the OCDE and similar organizations. Such institutions can be characterized as seeking to accelerate the implantation of exclusively economic neoliberal models and, hence, as contributing to the weakening of welfare policies. In short, they are the motors of the commercialization of the education system (Jurjo Torres, 2001). The emphasis with which governments, particularly conservative ones, exploit the well-known ‘Three E’s’ (‘Economy, Efficiency, Effectiveness’) (Christopher Pollitt, 1993) as a means of promoting their market-orientated policies and reductions in public spending are quickly coming to infect social services and, thus, education.
Effectiveness is the ability to achieve objectives. It has to do with organizational capability, with the ability to make decisions and accomplish tasks at the right time. It is not always synonymous with efficiency. Efficiency is related to productivity; it is the measurable relationship between results achieved and the resources and methods employed.
Both dimensions have as their primary aim economic growth. However, practical experience shows that if indeed economic growth is the necessary condition for a reduction in inequality and social injustice, such growth in itself does not guarantee these. We might bear in mind, for example, that these three ‘E’s’, which are fundamental in the organization of private education, do not necessarily embrace issues of justice, honesty, equality of opportunity and the quality of resources; neither do they attend to the inequalities arising from social class, ethnicity, gender, sexuality, language and religion. A school located in a slum area or in an isolated rural setting, with poor facilities and teachers who are unprepared for the situation and also possibly demotivated, is not the same as a school in the prosperous district of a large city, where students tend to come from families which are economically comfortable and culturally and socially well-positioned, and where schools tend to have good facilities and highly trained, motivated teaching staff. Clearly, even the most minimally rigorous assessment must take into account the mass of possible variables here.
The market reforms to which the education system is currently subject leads it to incorporate in an unquestioning way a series of concepts and models of analysis the consequences of which are a greater presence of the techniques of measurement and control of everything that goes on inside the classroom. The classroom again becomes the main and indeed the only focus of attention; the quality and effectiveness of what goes on there becomes the sole responsibility of the teachers and, under the opportunistic banner of the individualistic society, the students. Other forms of explanation and causality are silenced, and as a result those within political and administrative spheres are freed from any responsibility.
Standardized performance indicators are claimed to be purely neutral and technical in nature, yet they illustrate how new technocratic concepts are intended to manage and control the education system. They are, equally, a good example of neoliberal policies in education and, more specifically, of measures aimed at a ‘delegation of powers’ (Jurjo Torres, 2001). The State and its obligations fall away in order to allow for a market in which all responsibilities are located in schools and, consequently, in teachers. Nevertheless, the State retains strong control over matters which most concern those in power, especially aspects of the process which influence the consolidation and continuation of their political project.
Before us, then, is a new concept of education, one typical of the neoliberal political right; the great inspiring slogans of progressive educational policy, based on the construction of a more equitable society, with greater degrees of social and educational equality, are left behind. What is now taken as a working reality is the existence of a natural inequality, for which society bears no blame; in the same way, the State assumes no responsibility in addressing this situation, in redistributing opportunities. The culture of competition to which this new neoliberal right is committed evolves in a social landscape beset by difficulties for those who find themselves least well-placed. We are competing in a kind of obstacle course in which different competitors face different obstacles, with those schools suffering from poorer conditions (health, food, culture, care and attention) naturally finding themselves confronting an unfair and impossible form of competition.
The term ‘indicator’ has many meanings, depending on the context of its use. The related term, ‘standard’, understood exactly as it is used in the literature in English, takes us into the quasi-military context, in that it establishes a desire for uniformity, in behavior as much as dress, precisely as hierarchical authority demands. In the world of business, there exists an explicit need to accommodate production within certain specific parameters, with the aim of ensuring that the product satisfies consumers, who effectively verify its validity and (perhaps) its usefulness in the marketplace.
The language of indicators takes us towards ideals of uniformity, penalizing difference, cleansing away diversity, and thus attacking the very notion of what should be a democratic society. How is it possible that, during the Cold War, those countries that represented a capitalist paradise and who criticized the uniformity and totalitarianism of communist states (it was said that in these countries everyone dressed in the same way, and that schools taught the same subjects at the same time…) have now become obsessed with imposing on their entire school population minimum curricular content and the use of uniform evaluative indicators?
The language of standardization adopts an assumed concern for issues of equality and social justice, in the sense that it is claimed that it ensures all children receive the same education, whereas beneath this kind of rhetoric there resides another, utterly different, philosophy. This ideology in fact believes in a higher degree of control and hierarchization of the education system which, moreover, gives rise to a displacement in the decision-making structure. Resolutions about teaching and learning are dictated from outside educational institutions, without the involvement of teachers, students or their families. Experts and technical advisors from the State Educational Administration usurp functions from schools and effectively reduce the scope for democratic governance in these.
The concept of an indicator appears also to have at its base the desire to show that it is formulated upon a consensus, one which represents ideas and questions of a universal and impartial character, and of which there is general and complete agreement. It is a concept which does not easily allow for the appreciation that in fact an indicator normally represents and legitimizes specific opinions and knowledge of interest only to certain social groups or professional bodies. Hence, a problem which ought to occupy the attention of society when indicators are proposed, is: who decides on them, and why; who will not participate in their definition, and why not; from the multiplicity of indicators available, which ones are chosen to be obligatory, and for what reasons?
It is worth bearing in mind that the discourse on indicators habitually avoids issues such as the conditions in which the work of a school takes place and, especially, the social background and characteristics of the student body. Perversely, it is assumed that in current society equal opportunity is already guaranteed and that major forms of discrimination simply do not exist; thus, what remains of exclusive import is performance, or, what amounts to the same thing, the fruits of individual effort.
The obsession for diagnosing levels of achievement fails to take into account the starting point for this process; there is no obligation to ascertain what exactly a student knows when he or she enters a particular stage of education, nor at the commencement of those specific years when the student will be subjected to testing, all of which gives rise to a mode of assessment in which the inherent unfairness is flagrant.
The predictable effects of performance indicators on students
The language of standardization, the basis of the work of the Institute of Assessment, is seemingly motivated by a concern for issues of equality and social justice, and with the aim that all children receive a quality education. Behind this approach, however, lies a very different philosophy, an ideology that seeks greater control and hierachization of the education system. Policies of standardization result in a very hierarchical power structure, and lead to a strong dualism in the school system, with some schools tending to get good students and others left with the more problematic ones, typically from working class families, ethnic minorities or poor immigrant groups.
Research findings concerning the repercussions in the education system of the assessment of students based on standardized indicators (Linda M. McNeill, 2000; Peter Sacks, 1999; Christine Sleeter and Jamy Stillman, 2005; Kathy Swope and Barbar Miner, 2000) tends to identify the following fourteen collateral effects:
1. The scope and content of the curriculum is reduced. Instead of focusing on their students’ interests when making decisions about course content, teachers tend to favor those aspects that impact directly on successful performance in the respective indicators of evaluative testing that they know the State looks at. A policy of indicators, the majority of the time, serves to trivialize the cultural content of a school’s teaching program. It contributes to the strengthening of ‘economically viable’ knowledge, to borrow (in translation) Paulo Freire’s term. At the same time it necessitates casting out half a century’s work towards a more directly significant and ‘relevant’ kind of knowledge offered to the student. Learning comes to be equated with the mere memorization of discrete bits of information, which is easy to assess through objective testing. Other forms of learning require more complex evaluative approaches, and this kind of ‘wasted time’ is not something to which the market will respond.
In countries where such measures have been implemented, indicators generally focus on the most traditional subject areas, this in turn requiring forms of individual study based on memorization. Other school objectives are thus largely overlooked, objectives such as the student’s socialization; his or her development as a citizen; the degree to which she or he assumes social and political responsibilities; the student’s level of self-esteem, understanding of, and compassion for, the less fortunate; his or her degree of ecological awareness; extent of commitment to the fight for freedom and democracy; development of skills necessary to learn how to learn; amongst others.
The bureaucratic control of the performance of the student body leads to an impoverishment in the ways that a school works, prioritizing exclusively the memorization of that information most likely to be of use in answering questions during testing. We note that indicators, to the extent that they will be subject to a process of quantification, simply exclude in their formulation important aspects of learning which are not measurable in this way. We might think, for example, of the difficulty in using indicators to assess the critical capability of students, or their ability to appreciate different perspectives during the study of certain cultural phenomena. Neither can it be said that students’ values in a general sense are strengthened through the kind of teaching in which the yardstick of indicators is ever-present.
With such controls, the task of educating a student to be more creative, independent in judgment, of sound moral judgment, and committed to a more just, united and democratic society is relegated to a secondary position.
2. Coursework becomes excessively fragmented, not only the subjects themselves, which become disjointed, but in terms of study topics, particular classes and memorization lists. It is a way of putting greater emphasis on the well-known summary section to be found at the end of each section in many textbooks.
This leads to a simplification of topics and a culture of anecdotally presented knowledge. Any knowledge that the student brings to the learning experience is no longer necessary, given that what is to be strengthened is the memorization of ‘batteries of information’.
This fragmentation of the curriculum takes students away from a more relevant form of learning; it does not allow that cultures and interests be contemplated in school work, and consequently, it is unlikely to stimulate the interest of the student, nor convince him or her of the need to make an effort in studying.
As a result of the obsession with testing, personal and social knowledge becomes detached, indeed, divorced, from the kind of knowledge acquired at school; thus, daily work in the classroom no longer involves ethical and political concerns such as the language of criticism, reflection on the hidden interests behind the knowledge being learned, investigations into the motivating interests underlying the institutions that surround us, or the professional and interpersonal relationships that we construct.
3. Conflictive aspects of knowledge are avoided in favor of a false consensus. Standardization reduces the quality and quantity of what might be learned in schools. There is a tendency to omit topics of current interest from class work, those which could lead students to question and debate issues of an open, social nature, given that teachers are aware that these will not be the object of testing.
Instead, the memorization of facts and formulas is preferred, since this will form the basis of tests. All complex questions will tend to be left out. For example, it would prove very difficult to evaluate issues surrounding the concept of ‘learning to learn.’’
4. Those cultures which have traditionally been ignored in schools become yet further marginalized. The powerless voices of women, the working classes, people with physical and mental disabilities, ethnic minorities, nations without a state, homosexual culture, voices from the third world, youth culture, religious beliefs other than Catholicism, ecological concerns… It is highly probable that these will all be especially badly affected when indicators are formulated by governments or legislative teams of a conservative leaning.
5. Children’s learning is compromised, especially when learners come from working class, unemployed or impoverished families, or from disenfranchised ethnic minorities. To the extent that the perspectives of these silenced collectives are not promoted through the curriculum, we can predict that test designers will be equally likely to overlook these learners’ needs, and unwilling to invest in the technicalities involved in developing a more diverse range of tests appropriate for differing social contexts.
Test contents tend to become trivial, as well, as is also the case with the philosophy behind curricular projects in the classroom. Thus, school work becomes disconnected from the local community and from the world of the student.
Since the student groups cited above tend to under-perform on such tests, they are more likely to see themselves as forced to attend public school (given that private schools are highly selective with student enrollment). This de facto form of segregation will no doubt lead, in turn, to a false but very widespread deduction: that teaching in public education is worse than it is in the private sector.
We might even restate here that no neutral, universally valid performance indicators exist, nor can they exist independently of the surrounding cultural context. Thus, it is probable that different diagnostic tests will yield different results according to context. In addition, external exams generate stress and anxiety in many students, and for this reason alone are not wholly appropriate as instruments of assessment. Moreover, such nervousness over exams tends to be more prevalent in students from socially disadvantaged backgrounds, given that they are often accustomed to less stimulating environments, with fewer adults to encourage intellectual growth and stimulate self-confidence.
To work with students from disadvantaged backgrounds or from ethnic groups with no voice or power in society requires teachers with greater training and resources. Teaching in these schools involves dealing with so much diversity in the student body that it is simply unfair to believe that test scores and achievement levels comparable to those from schools with students from more privileged backgrounds and a higher overall level of acquired culture will ever be attained. Overlooking this situation leads us to conclude all too easily that the teaching staff in such schools are worse than, for example, those of elite, private schools where students naturally stand the greatest chance of obtaining the highest scores in testing.
In the end, schools in marginal or otherwise disadvantaged areas become stigmatized as inherently bad, whereas in fact all that is reflected in such situations is the enormous social inequality of opportunity in broader society. The social context which forms and conditions the life of these schools is overlooked, from the social class of the student body, their ethnicity, religion, language used at home, the cultural resources to which they have access and living conditions at home, to the support and affection received from their families, or their level of self-esteem.
Hence, the evaluative process leads to a distortion in the perception of individual students’ test results and of the school’s overall achievement. These differences are attributed to questions such as the effectiveness of teaching methods or the effort made by each student, given that the need to address issues relating to a fair curriculum, equal opportunity and levels of social justice, do not emerge naturally from test results.
The imposition of a market model of operation in any field will generally lead to those with greater resources gaining yet more, rather than effecting a more equitable redistribution. In education, such a process gives rise to a greater concentration of better students in schools with more and better quality resources. The consequence is that society becomes yet less cohesive, with greater social inequality.
6. A return to the most traditional and authoritarian teaching methods is fostered. The policy of assessment leads to a legitimization of those approaches to teaching which work best in terms of reinforcing specific information and knowledge, such as that needed for tests; hence, teaching becomes more traditional, based to a large extent on the use of memory, the most pertinent and efficient approach given the context. This in itself can be seen as a retrograde step, a return to authoritarian notions and, consequently, as a direct attack on more participatory and reflective teaching methods.
Teachers, rather than choosing to work in the classroom with integrated teaching units or projects that might allow for the introduction of the most relevant and significant topics and values for the student, opt instead for lessons that guarantee good standardized test results.
It even leads one to think that such measures have as their aim the revitalization of both the positivistic evaluative process, and the failed, indeed, the impossible, behaviorist model of pedagogy, based on the formulation of operational objectives and skills. We ought not to forget that if an indicator is going to be quantitatively expressed, it will demand a formulation that is not only very definite and fixed, but which, in so being, will bring about a deterioration in what the student needs to study, e.g. the memorization of decontexutalized information bits through lists, classifications, etc.
The desire to promote a richer kind of learning, focusing on complex cognitive skills such as reflection, analysis, and the evaluation of information, the ability to work in a group, to collaborate, to debate, as well as the strengthening of creativity, led in the past to a relatively strong consensus in the educational sector, including the need to develop more qualitative forms of assessment, and to find ways of closer, day to day monitoring of each student. This kind of learning requires a fostering of teaching methodologies and strategies of assessment that attend not only to coursework as studied in the classroom, but also to cognitive processes, developmental dimensions, as well as the social, emotional and moral elements involved in the broader aspects of teaching, learning and existing in society.
Most teachers are aware of the difficulties involved with assessing school tasks dealing with open issues. In such cases, an exact match between marks obtained and real merit or effort is difficult to. This in itself gave rise to the notion of more qualitative assessment, with valuations such as ‘makes adequate progress’ and ‘needs to improve.’ Without doubt, if more precision in an exam is desired then this can only be achieved at the cost of setting more specific, closed questions, as in the case of multiple-choice test formats. Yet, how might the imaginative and creative capacity of a person be measured with indicators that are susceptible to exact quantification? How might the ability of a student to explore problems with no single answer or solution be assessed?
Measurements using indicators require a great deal more precision, hence their obsession with mathematic objectivity, which itself allows for a hierarchization and classification of the student body, of teachers, and of schools, although I do not consider that today anyone can truly believe that in this way one can evaluate what students are really learning in schools.
There is no longer any sense in talking about the open and flexible curriculum, other than as a kind of empty marketing slogan. With the introduction of indicators, discourse on flexibility, autonomy, integration and collaboration comes to an end. These concepts disappear or are rendered vacuous, their true meaning lost, as are the philosophies that motivated them and made them attractive and inspiring concepts.
7. The use of the most standardized text books is reinforced, especially those books oriented toward test topics. In addition, a greater degree of external control over class work is exercised by the Administration and its business ‘partners’ who are slowly monopolizing ‘school learning’ and ‘official learning.’
It is predictable that as a consequence of the culture of testing, a new kind of textbook will emerge, one of great value to the student: books with tricks or indeed with answers to help pass tests, in the same way that books exist to help pass the kind of personality tests used by many companies, and books to assist those wishing to pass the driving test. [4]
8. The main concerns of teachers will again become those of discipline and the culture of effort. When coursework and learning tasks are less significant or relevant to students, they become bored and are more easily distracted, which one might imagine will lead to an increase in disruptive behavior and, as a response, to a hardening of discipline in schools. Given that the emphasis, for both teachers and students, will be to focus all matters on guaranteeing good results in standardized tests, concern over quality in teaching and learning strategies will be relegated to a secondary plain because the overriding goal will be to keep overall school performance scores high on the diagnostic assessment scales.
Such measures are also the surest way of promoting in the student body a credit-based culture. Marks and certificates become the only end to education and to the educational system itself. What matters is to obtain a diploma.
Equally, one can predict that teachers who teach those age groups in which testing takes place will feel a notable unease, tension and anxiety, given that their colleagues, as well as students’ families, will see them as responsible for their children’s achievement. It is no surprise that in schools the where the two age groups undergoing testing are enrolled, the teaching staff are often the least experienced, whilst those with seniority prefer to work with age groups whose achievement is not so closely scrutinized by the wider academic community.
The effectiveness and quality of teacher work is conceptualized, defined and evaluated by the Institution of Assessment; the efficient teacher will be he or she whose students score well on tests.
9. Teachers’ freedom is limited, leading to a prescriptivism and centralization in decisions over coursework, with the subsequent effect of the de-professionalization of teachers. There is an imbalance in decision-making when resolutions about teaching and learning are dictated from outside educational institutions, without the involvement of teachers, students or their families. Groups of technical experts from the Administration are usurping power from schools, thus limiting the democratic governance of the same, and replacing it with purely bureaucratic management.
The discourses and practices promoted through curricular policy based on quality standards very seldom respect the autonomy of teachers. If we accept that every class of students, and indeed every individual student, have inherent idiosyncrasies, and that what is fitting and conducive to learning in one classroom might not be so in another (given the specific history and context of that class), then we must also recognize that the rigid development of educational goals and, consequently, of the methodological strategies that underpin performance-indicator policies, do not render such lines of educational policy easily defensible. Success at school requires strong teacher autonomy, so that they can adapt to the conditions in which they work and respect the interests of those people in their classrooms.
It is essential that strategies promoted and used to improve quality in educational systems should respect the need for autonomy amongst teachers, in the same way that at the university level, freedom of thought in both the professor and the student are essential requirements.
However, techniques employed in the process of deriving indicators place excessive blame on teachers by effectively laying at their feet all responsibility for identifiable deficiencies of students in their charge; in this way the very teachers themselves are disciplined and required to adopt certain forms of behavior in the classroom, to use more authoritarian, didactic approaches, and to concentrate exclusively on those areas of the curriculum that the State is bound to oversee and which are coherent with what we might call ‘official learning.’ If we suppose that in every field of knowledge there are many open topics, with conflicting perspectives, the definition of indicators and the tests designed to measure them can very easily serve to impose on schools an official form of thinking, that echoes perspectives that the State labels as valid and correct. We are facing a new attempt to impose an official culture, an interpretation of history and of humanity’s present state in accordance with the interests of the most conservative ideologies. We ought not forget that during the mandate in Spain of the Popular Party, in an attempt to reinterpret certain periods in of our recent past and to continue undermining the claims of the respective historic nationalities — especially those supported by nationalist parties in some of Spain’s regions — a media bombardment was first employed to convince society of the presumed failure of Humanities teaching in secondary education, after which new compulsory subjects were imposed, with not the least debate or even token moves towards consensus with groups or social movements, other than those directly affiliated to the Popular Party.
10. There are those who defend the policy of standards as a means of ‘stimulating’ bad teachers. It is claimed that good teachers are unaffected by testing, whereas the findings of numerous studies in other countries make it clear that even the best and most experienced teachers find themselves forced to adapt to the use of certain coursework and methodologies that accord with forms of assessment. Such policies, then, oblige all teachers to opt for artificially simplified curricula. Of sole import is that which counts on tests.
We are seeing a clear return to the discourse of competition and hierarchization characteristic of models of capitalism which had, in the last few decades, been replaced, at least in terms of the prevailing discourse, by notions more strongly focused on collaboration, solidarity, democracy and social justice. When analyzed more deeply, this also implies a return to authoritarianism and to forms of structuralization involving social class, sexism, racism, homophobia and religion, all of which are taken as natural processes in social organization. It is highly likely that
Performance indicators as a strategy for counter-reformist change in educational policy competition between and within schools will become the basis for survival strategies and for obtaining funding from the Administration.
11. Relations between teachers and the Administration will always involve suspicion, even fear. The Administration appears as coercive, threatening and sanctioning, hence becoming something to hide from, and from which problems are concealed. Its bureaucratic and impersonal dimensions are thus compounded.
It is also worth bearing in mind that the policy of using indicators is, moreover, a reflection more generally of policies based on distrust in, and suspicion of, teachers, whose assessments of students are by extension considered to be unreliable. The use of standard indicators might even prove attractive to otherwise progressive teachers, as a means of monitoring assessment practices in the regulated private sector (which is partially state-funded) — i.e. religious schools, teaching cooperatives, and other forms of non-state establishments — a sector which tends to be more ‘generous’ with final evaluations and grades than the public sector.
12. Standardized test results contribute to the construction of a ranking system for schools. Such rankings, it is easy to imagine, can circulate freely in the mass media, not unlike the rankings of restaurants from the Michelin Guide. What will not be forthcoming from the public administrations, however, is a debate that might put into question the kind of classification based on such standards. The general populous, as well as a certain percentage of teachers, are unlikely to realize that whereas these rankings are derived from test results which include some clearly important indicators, the absence of other equally important indicators (which would lead to a very different hierarchization) is never debated or discussed.
The school-ranking process ends up creating excessive anxiety in teachers, who are all too aware that schools obtaining low test scores quickly acquire negative labels. This anxiety in itself would imply that the schools and staff are not receiving adequate support from the Administration. In fact, if social pressure for good test scores is strong enough, a possible consequence is that teachers might find themselves falling into traps such as screening and enrolling only those students who are most likely to perform well on the tests: a practice known as ‘cherry-picking’ or selecting ‘the cream of the crop’.
If issues of class, ethnic origin, religion, gender and family background are overlooked when a school seeks to obtain respectable test scores, then those groups of students coming from socially disadvantaged and marginalized communities will become a burden to be off-loaded; such students risk being seen by schools as a serious threat to the highly guarded public image of the school, and it is entirely possible that socially pernicious strategies surface here, such as enacting legal loopholes that bar potentially low-scoring students from enrolling in a school.
It is important to bear in mind that the results of evaluative testing do not reflect the success or failure of a school, but instead merely whether students answered certain questions correctly or not. They do not tell us whether if these students have been wasting their time or learning a great deal. Real success or failure in any educational project involves considering the starting-point, that is, what students knew at the beginning of the period under assessment.
A good example of the political use of indicators is that of assessment carried out in May of 2005 on sixth-year students of primary education in the regional administration of Madrid, governed by the Popular Party and presided over by Esperanza Aguirre, former State Minister of Education and Science. Through the application of tests seemingly designed to objectively evaluate those performance indicators in the areas of mathematics and language, one of the most aggressive and unjust attacks on public education, students and pubic-school teachers was launched. What is more, some test items were lacking in rigor and there was no democratic transparency in the design process. They were, moreover, applied to all schools, with no concern for clearly conditioning variables such as school context; availability of instructional and other resources; the range of teachers and other professionals employed; the profile of the student body; the integration policies developed by each institution; or the class, gender, ethnicity, countries, cultures, languages and religions most representative of each school under assessment. That is, equal treatment was given to that which was truly unequal and it was concluded, erroneously, that the best schools and students came from the private sector. It was made public that of Madrid’s top hundred schools, according to these tests, only twenty were public; in other words, that the system of public education was bad, the kind of assertion that neither the World Bank, nor the International Monetary Fund – to cite two international institutions most supportive of the private sector – would make without qualification.
Having made public these findings, Madrid’s education administration made no announcement as to how it planned to support low-performing schools in order to rectify the shortfalls detected within them.
13. The cost and bureaucratic weight of the education system rise. The move towards diagnostic assessment through testing, and towards measuring achievement against official indicators, serves to increase levels of bureaucracy in the system. In order to test students at the programmed levels: at the end of the fourth year of primary education and the second year of secondary education, the deployment of a considerable number of evaluators is required; in addition, a great number of people are needed — not to mention the accompanying infrastructure — in order to: design and print the tests; to mark the tests speedily; to analyze the resulting data; interpret them; and to edit, publish and disseminate the findings. No doubt a whole new business will emerge around the administration of these tests. Indeed, simply printing such a large number of exams represents a solid business opportunity for the appointed company. To administer and correct the tests will also generate a certain amount of employment, so much that technological solutions to some of the computational and statistical work will likely be sought. Did the Ministry of Education and Science calculate the cost of this new form of bureaucracy together with the cost of contracting the bureaucrats necessary to administer it?
14. Positivism becomes more entrenched as the only valid epistemology in education. We find before us a form of mass diagnostic assessment, based on answering numerous test questions in a limited period of time and where test conditions carry with them a certain degree of tension for students, given that teachers have probably communicated that the school’s future is to some extent in play with every answer. Such a scenario involves something akin to Behaviorist models of stimulus- response. Other cognitive approaches are ignored, rendered unacceptable or invalid, approaches which focus on more qualitative and continuous modes of monitoring and confirming the state of learning. We have not, for example, mentioned Piagetian and Neo-Piagetian clinical methods of unraveling the truth about what children really know and understand, an approach that revolutionized the world of psychology. Currently, other developments in cognitive psychology, such as Howard Gardner’s theory on multiple intelligences (Howard Gardner 2003) would also disregard as useless the testing approach to assessment.
The introduction of forms of diagnostic assessment under discussion here, then, goes against the general recommendations not only of pedagogy, but also of psychology, as well as the very educational administrations themselves, who for some time have promoted the need for on-going assessment. What receives official support now, however, is a system of final exams, in which the student effectively gambles nine months’ learning in a couple of hours. It is something which in theory no-one defends yet that the most progressive and committed teachers put into practice every day. We all know the sensation of having had ‘a bad day’; all of us, that is, except the Administration in its choice of an evaluative system of such a positivist nature.
A political re-reading of the consequences of indicators
The discourse based on school autonomy advanced by neoliberal education administrations in fact conceals authoritarian measures of control and monitoring of schools, such as minimum compulsory learning topics in each discipline and level (which in reality means ‘maximum’ topics, as any practicing teacher knows from experience), as well as the extensive list of indicators used in external assessment.
The philosophy of procuring a greater involvement of teachers, granting them more autonomy and offering them better training and a more appropriate range of support for keeping their knowledge current, whether scientific or pedagogical, all crumbles in face of a government that opts for a culture of suspicion and, hence, the reinforcement of surveillance measures and authoritarian control over what happens in the classroom; a culture which aims at limiting the range and scope of work topics through standardized testing. The most free and open elements on the curriculum disappear, so that wholly closed and rigid ones can be developed. It is, in addition, an approach that tries to bury from sight more constructivist models and to substitute these with others of a more behaviorist orientation.
In this way a notable and yet invisible re-centralization of power is produced, which effects as much teachers as students and their families, and this even though the official discourse ostensibly promotes decentralization. In the end, the resulting phenomenon is one of an internalization of that control, which forces teachers to self-regulate in order to achieve exactly what is dictated by the controlling governmental agency, the National Institute of Assessment. Despite having made both teachers and wider society believe that schools and individual teachers enjoy complete freedom, those working in the education sector have their hands tied as never before.
The assessment process itself, which the Ministry claims will help to inform and orientate families, turns into a foreboding mechanism that exerts pressure and control over the work carried out in the classroom. Imagine how, each time international comparative studies on education are made public, a significant avalanche of criticism directed at teachers follows. Very rarely is this criticism aimed at educational Administrations. These bodies turn to such studies whenever they seek to initiate some kind of reform, but with their own ends in mind, in the process manipulating the way the data are interpreted, and never questioning the way in which the findings were arrived at.
It is particularly noteworthy that we are not in the least accustomed to seeing criticisms of these comparative studies themselves: their form, their content, how they were conducted, and which criteria were used to compare the cultural level of students. Neither are we used to reading any analyses aimed at clarifying whether the findings are genuinely significant; few doubts are raised as to whether what is in fact being assessed can be done adequately with the kinds of tests used. This critical void creates the feeling that there is a national and international consensus about the relevance of what should be assessed, the strategies to be employed in the formulation of diagnostic conclusions, and indeed in the choice of illustrative examples from studies. This is not even to mention the atmosphere in which testing is carried out. Thus, for example, Margaret Brown (2001, p. 63) discusses forms of comparing students from different countries, citing the case of a school in Korea where the necessity of presenting their country in a positive light led students to be highly conscious of the need to make a great effort: ‘students taking the tests marched to the sounds of the school band and were pressurized to do all that they could for their country.’ On the other hand, in a North American school students were informed that the test scores would not count towards their cumulative grades and, that if they found any item especially difficult, they should move on to the next. Such a case highlights the probability that student motivation will affect the results obtained in testing. It is even probable that, at a given moment, those students most annoyed or upset by teachers might seek vengeance by deliberately performing poorly and thus placing their teachers in an unfavorable light.
We can affirm that, since the decade of the nineties, school policy has been inundated with vocabulary such as effectiveness, quality, performance and excellence. However, these terms are understood in a commercial sense, that is, jettisoning any analysis of the social context and the sociocultural characteristics of the families who send their children to a particular institution. Nowadays differences, as much between schools and teachers as between students, are understood solely in terms of degree of personal effort. Concern for social inequality, for social, political, cultural and economic injustice have been put aside, and as a result, understanding difference is reduced to its very minimum expression: as the result of personal effort.
This de-ideologization clearly pushes any concern for course content, skills and the kind of values that schools should promote outside public debate. It is, indeed, as if these issues were no longer considered problematic, as if they could be resolved by a decision that any specialist might make and upon which there is universal agreement; that is, the conflicts that form part of the production and diffusion of knowledge have been eliminated, as have those naturally competing perspectives and explanations of a given phenomenon which lead to a corresponding number of possible solutions. The ideology of a false consensus accompanies everything.
Teaching is thus reduced to a technical procedure, and its conceptualization as work of an intellectual, moral and political nature disappears. It is assumed that inequalities can be managed within the school walls, and solutions sought therein. In this way, individualist ideologies that are typical of current neoliberal and conservative societies, make each student uniquely responsible for his or her own success or failure. As a result, prevailing education policy stands exonerated from responsibility.
The notion of indicators cannot be understood in isolation from other decisive questions, such as the treatment of diversity in the classroom and educational justice. Equally, it might be suggested that to the extent that uniform indicators are established across the entire Spanish State, the risk is run that we forget that our current reality is pluri-national, multi-cultural and multi-linguistic, a risk which brings with it the enforcement of greater uniformity, defined from the position of a traditionalist centralism obsessed with the recovery of the ghost of a Great, United Spain.
Any debate on performance indicators and the evaluation of indicators in the education system should involve the kind of moral, ethical and political questions that are intrinsic to educational policy.
In any case, if the State imposes standards for different subjects and at different stages, it would be logical that it should also dictate standards regarding exactly which teaching resources all schools should have access to (library and classroom libraries, audiovisual materials, laboratories, computers, software, maps); the number of teachers deemed necessary and the special subject areas with which they should be associated; as well as other specialists within the school (administrative personnel and IT specialists, for example); and the quality of furniture, sports facilities, heating and cooling systems, interior decoration and design, necessary space and cafeteria, amongst others). In establishing such measures, consideration of the economic, cultural and social conditions of the school location is also necessary, so that additional incentives are provided for those schools receiving students from socially marginal backgrounds or with special needs. Some sort of incentive should be offered in the case of schools located in socially deprived areas, so as to attract the best possible teachers.
The policy of implementing performance standards is one further step towards the re-establishment of social engineering models that exert control over all matters relating to citizens. These models had been in crisis throughout the seventies and eighties because the social sciences had promoted more hermeneutic and qualitative models, as well as the need to attend to the political and ethical dimensions of knowledge. Even nowadays, numerous studies have shown that the more positivistic concepts and methodologies have a great many points of weakness.
In contrast to the procedural principles laid out by Lawrence Stenhouse (1984), which focus on the processes of learning, the formulation of standards is concerned with the measurement of end products, and not with orientating teaching and learning in the classroom. A democratic education policy ought to propose procedural approaches which serve to stimulate debate over school issues in both teaching institutions and at the heart of society itself; it should directly facilitate making those decisions which best improve the quality of both the resources and processes of teaching and learning.
It is therefore advisable that evaluative policies based on standards be closely monitored, since these can easily lead to processes of indoctrination, with tests that contain certain themes and topics while omitting others, tests which students must answer in specific ways and according to specific interpretations.
With educational policy based on such measures, then, we are witness to a model of State Panopticon or State Assessor, which aims at the maximum management and control of the education system in ways that are coherent with the market policies of neoliberalism. Nonetheless, this dismemberment of the public sphere will come across as perfectly legitimate public action. Obsessed with the product while ignoring processes and contexts, this situation will always favor the private sector because, in private education, sufficient human and economic resources are generally available for whatever is necessary.
Indicators and standards operate as a strategy for securing whatever the prevailing ministerial bureaucracy decides at a given moment. The discourse of professionalism is thus rendered little more than a slogan. Consequently, the role of the teacher becomes comparable to that of an efficient worker, following the orders of others, and doing so in a way which is clearly laid out. Professional autonomy is merely a phrase for use in public relations and as a means of attaining the consent of teachers, creating in them the belief that they hold genuine decision-making power when in reality their hands are ever more securely tied.
In summary, at the present moment we cannot decontextualize the plan to formulate indicators from the framework in which they derive their legitimacy. Through the LOCE, the Popular Party hoped to bring about an educational counter-reform aimed at restoring power to the most conservative cultural and ideological groups, as well as safeguarding the interests of sectors supportive of neoliberalism.
Now, with the Spanish Socialist Workers’ Party (PSOE) in office, the aim ought to be very much the contrary, to contribute to democratizing far more fully the education system and to implementing policies of greater educational and curricular equity and justice.
Notes
* This is a post-compulsory, two-year college-preparation program offered within secondary education (corresponding to ages 16-18).
[1] Spain is a state composed of seventeen «autonomous communities» or regions, each one of which has its own competences in education. Hence, administrations with responsibilities for education in Spain include both the central State (the Ministry of Education) and each region’s own department of education.
[2] Article 21: ‘General diagnostic assessment. At the end of the second cycle of primary education all schools will undertake a diagnostic assessment of the basic skills acquired by students. This assessment, the responsibility of education administrations, will be of a formative and orientative nature for schools and an informative nature for families and the broader educational community’. It is a test taken by all students at ten years of age, in addition to those who have been required to repeat a year (144.1). Article 29: ‘General diagnostic assessment. At the end of the second cycle of secondary education all schools will undertake a diagnostic assessment of the basic skills acquired by students. This assessment, the responsibility of education administrations, will be of a formative and orientative nature for schools and an informative nature for families and the broader educational community’. It is a test taken by all students at fourteen years of age, in addition to those who have been required to repeat a year.
[3] http://www.iasb.org
[4] Not to mention the growing number of databases on web sites frequently visited by students seeking thematically listed academic term papers and answers to exam questions.
Bibliography
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“Performance indicators as a strategy for counter-reformist change in educational policy”
Jurjo Torres Santomé
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Miguel Alandia Pantoja -«Reforma educativa y voto universal«
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«Testing Times»
Dir. Lynn Alleway (BBC, 1997)
Un ejemplo real del modo de funcionar y de los peligrosos efectos de los tests externos de evaluación escolar, de las políticas de ránkings escolares, de los nuevos «Tiempos de tests». Una medida política que no acaba de comprender que todavía vivimos en sociedades muy, muy injustas, en las que reina la desigualdad de oportunidades, porque aun hay clases sociales, discriminacioens racistas, sexistas, homófobas, por capacidades, por belleza (capital erótico), etc.
«Testing Times»
Estamos ante una de las estrategias más fáciles de instrumentalizar para ampliar las políticas de privatización típicas de los tiempos neoliberales que respiramos. La peor y más injusta medida para destruir sin verdaderas razones la Educación Pública.
En uno de mis libros, Educación en tiempos de neoliberalismo (Madrid. Morata, 2001) ya denunciaba este peligro en nuestro contexto.
Os incorporo unos párrafos:
“… Una forma clara de racismo en la actualidad son las políticas de apartheid que, en la práctica, desarrollan muchísimos centros escolares privados, impidiendo por toda clase de medios la entrada en sus aulas de niños y niñas de minorías étnicas, de estudiantes discapacitados, o pertenecientes a grupos sociales desfavorecidos.
Las posibilidades de elección dependen en gran medida del capital económico y cultural que poseen las personas; en nuestras sociedades están condicionadas por factores como la clase social, la raza, la nacionalidad, la religión y el género de las personas. No se puede hablar con rigor de libertad de elección ignorando las fuertes desigualdades que caracterizan el interior de las sociedades a estas alturas de la historia; los conflictos de valores, las desiguales distribuciones de recursos y de poder, la falta de reconocimiento que soportan numerosos colectivos sociales. Lo que es libertad y posibilidades de elección para los colectivos sociales más favorecidos es inexorable destino para los otros.
La libertad de elección preconizada por los poderes conservadores y neoliberales se plantea, aparentemente, al margen de intereses políticos; se postula como una medida apolítica, pero la verdadera realidad es que se trata de una estrategia que sirve para continuar reproduciendo y convirtiendo en invisibles las estructuras de desigualdad típicas de las sociedades capitalistas.
Este tipo de transferencia de responsabilidades desde el Estado al mercado puede ser interpretada como una manera de redistribuir la autoridad y el control de las estructuras que condicionan el desarrollo de la sociedad; una forma de desmantelar ideales de construcción de una sociedad más justa, de manera democrática, contando con la participación de todos las ciudadanas y ciudadanos, para dejar que sean ahora sólo quienes tienen más recursos económicos e información los que reorienten la vida comunitaria para ponerla al servicio de sus intereses privados. Las políticas de libertad de elección llevan a redirigir los asuntos públicos para convertirlos en decisiones privadas. Estamos ante una manera de privatizar las responsabilidades sociales.
Quienes promueven los modelos de mercado en educación acostumbran a asumir, unas veces de manera explícita y otras más implícita, que las familias cuando toman decisiones para elegir el colegio de sus hijos e hijas llevan a cabo una especie de análisis racional en el que sopesan los costes de sus elecciones y los beneficios que esperan obtener. En la mayoría de los casos, se cree que van a ser las credenciales que esperan lograr el verdadero motor. Sin embargo, en cualquier comunidad, las madres y/o los padres difieren en cuanto a lo que consideran debe primar. Las personas adultas de cada familia, fruto de sus concepciones ideológicas que comparten, de sus niveles de renta y de la cultura que poseen, mantienen una gran diversidad de valores por los que se guían, y esto se deja notar en lo que realmente evalúan cuando dilucidan sobre asuntos de educación. Así, unas familias se dejarán influir por los rendimientos escolares que creen factibles alcanzar en un determinado centro, otras se preocuparán más por averiguar las posibles compañías y amistades de sus hijos e hijas en cada uno de los colegios entre los que pueden elegir, otras decidirán en función del régimen disciplinar, otras estarán más condicionadas por el grado de felicidad que sus hijos e hijas pueden llegar a alcanzar, etc. Lo que de ninguna manera podemos hacer es considerar la categoría familia como una institución social que se rige siempre por los mismos intereses; por el contrario, su adscripción a una determinada clase social, religión, etnia o religión va a influir en sus decisiones. De ahí que, sería preciso tomar en consideración la “sabiduría de clase” (Hugh LAUDER, David HUGHES y otros, 1999, pág. 43), o sea, las normas, reglas, asunciones tácitas y horizontes que gobiernan la comprensión de la educación que tienen las familias dependiendo de la clase social a la que pertenezcan; lo cual tampoco obvia que el hecho de pertenecer a una misma clase o grupo social conlleve siempre intereses comunes. Lo que me interesa destacar es que va a existir una gran diversidad en lo que las familias considerarán como focos de atención prioritarios para realizar las elecciones, por lo tanto, el proceso de elección de centros no es algo que se pueda predecir con cierto grado de rigor.
Aun en el caso de que las familias posean información sobre los distintos centros escolares existentes en su localidad o en otras más lejanas, no suelen basar sus elecciones únicamente en el prestigio o fama que un determinado colegio puede poseer, sino que también tienen en cuenta su propia historia personal, su estatus social y cultural. Así, una familia de bajo estatus social, con escasos recursos, o perteneciente a una etnia minoritaria sin poder, acostumbra a escoger entre centros cuya población estudiantil pertenezca a un medio social con unos antecedentes culturales, económicos y étnicos semejantes a los suyos. Este tipo de familias sabe que hay centros en los que sus hijas e hijos nunca van a tener cabida, dado que a ellos acuden estudiantes de familias muy acomodadas; son centros que ya tienen fama de estar destinados a los descendientes de las élites económicas y culturales. Las familias de grupos sociales más populares saben, además, que tampoco esos centros con fama de elitistas van a admitir de buena gana estudiantes que les puedan “hacer bajar el nivel” o enturbiar el ambiente clasista que reina en su interior. Lo cual no nos debe llevar a ignorar que, en una situación semejante a la que venimos describiendo, algunas familias desfavorecidas lucharán y lograrán que sus hijos e hijas acudan a centros más lejanos a su domicilio, que les faciliten una educación de mayor calidad que la de los que están ubicados en su barrio; conseguirán que puedan asistir a otros colegios en los que no les afecten las bajas expectativas o prejuicios racistas y clasistas que reinan en los más próximos a sus lugares de residencia (Amy Stuart WELLS, 1997).
Es preciso ser conscientes de que los grupos sociales desfavorecidos tampoco adoptan posturas monolíticas ante las situaciones de injusticia que les afectan; no todos las soportan pasivamente sino que muchos se rebelan y luchan para hacerles frente y tratar de construir una sociedad más justa y democrática. Como fruto de estas luchas o de las estrategias de resistencia de estos colectivos sociales está el apostar por una educación para sus hijas e hijos con más calidad, y es por ello que harán todo lo que esté en sus manos para tratar de buscar colegios en los que puedan mantener una cierta confianza en que allí tendrán más oportunidades de aprender y progresar como seres humanos.
El remedio a un problema de desigualdad de oportunidades es obvio que no puede recaer, exclusivamente, en trasladarse a otro centro, en tratar de mudar de residencia para ver si, de este modo, cambian las expectativas de quienes conforman el entorno social. Las soluciones tienen que operar desde diversos frentes, cada uno de los que originan esa situación de marginalidad y opresión: el derecho, convertido en realidad, a un puesto de trabajo digno, a un salario suficiente, a una vivienda saludable, al acceso a recursos culturales (bibliotecas, cines, museos, centros deportivos, …) y, por supuesto, la asistencia a instituciones escolares de calidad, bien dotadas y con profesionales optimistas y bien preparados.
Es necesario ser conscientes de lo que late en los conceptos más de moda, como es el vocabulario con el que se alude a dimensiones de eficiencia y calidad; es fácil que con demasiada frecuencia se utilice sin hacer alusión a las condiciones sociohistóricas de aquello a lo que se aplica; algo que facilita que las desigualdades e injusticias a las que están sometidos determinados colectivos humanos e instituciones no se expongan a consideración, por el contrario, se obvien.»
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«En las nuevas sociedades neoliberales una parte importante de la fragmentación social y de la destrucción del Estado del bienestar que está teniendo lugar sería explicable por los nuevos modos de funcionar al estilo de los clubes. Las personas buscan mantener unos servicios de los que disponen e, incluso mejorarlos, pero contemplando casi exclusivamente sus propios intereses. Así, se cambian de un club a otro si con los mismos o menores costes pueden obtener análogos o, a ser posible, mejores servicios y/o mayores beneficios.
Los centros de enseñanza son instituciones muy diferentes a los clubes. Sin embargo, podrían estar funcionando al estilo de clubes en la medida en que quienes constituyen el claustro o el consejo escolar de un colegio diseñan y ejecutan medidas exclusivamente en su propio beneficio, sin tomar en consideración los intereses de otros colectivos sociales que podrían tener deseos de acceder a ese centro y, de manera especial, los de quienes pertenecen a los grupos más desfavorecidos y con menores posibilidades de hacer pública su voz. Éste es el caso, por ejemplo, de los colegios que, debido al prestigio que desean alcanzar, tratan de seleccionar al alumnado que tiene mayores posibilidades de dejarles en buen lugar, al tiempo que levantan una importante cantidad de obstáculos para impedir la admisión de chicos y chicas con discapacidades o pertenecientes a minorías étnicas sin poder o a colectivos sociales muy desfavorecidos.
Las políticas de elección de centros escolares pueden muy fácilmente llevar a convertir los centros de enseñanza en clubes. Las familias que tienen más poder en esos colegios tienen posibilidad de disponer de las dos opciones que tienen los miembros de un club. Por una parte, pueden mantenerse en ese centro a sus hijos e hijas o trasladarlos a otro y, por otra, lo que es muy importante, tienen posibilidad de hacerse escuchar. De este modo, pueden obligar a los centros a adoptar determinadas medidas tanto para desarrollar un determinado proyecto educativo, trabajar determinados contenidos culturales y obviar otros, como para propiciar una política de admisión de estudiantes que beneficie los intereses de quienes tienen mayor poder en ese centro, o lo que es lo mismo, pueden favorecer la implantación de políticas de admisión restrictivas en relación a aquellos colectivos sociales con menor poder y más marginados.
Un club privado busca beneficios privados y, además, sirve para subrayar un estatus social diferenciado. Esto explica que los miembros de los grupos sociales más privilegiados se caractericen y distingan también por el tipo de clubes a los que tienen acceso. Clubes que gozan de prestigio y poder en la medida en que las condiciones de acceso son restringidas y, por lo tanto privilegian a quien pasa a ser uno de sus integrantes. La distinción de pertenecer a un club se nota también en los signos externos con los que son visibles sus miembros. En este sentido, la política de uniformes escolares serviría para diferenciar de modo visible a los chicos y chicas que acuden a los centros escolares privados. Las élites buscan siempre hacerse visibles.
Esta perspectiva selectiva y competitiva en que operan los centros escolares explicaría algunas de las reestructuraciones que están afectando a los servicios públicos en general, desde finales de la década de los ochenta en los países más desarrollados. Un ejemplo de ello es la creación de la figura de “administradores” en los servicios públicos, en concreto en los hospitales en el Estado Español o en los centros escolares en numerosos países de nuestro entorno. Estos administradores se encargarían de las políticas económicas o, lo que es lo mismo, de ahorrar dinero en los modos de funcionamiento de esas instituciones, lo que les va a inclinar a ponerse del lado de las familias que apoyan medidas más selectivas y restrictivas pues, obviamente, el alumnado con discapacidades importantes o con un bajo nivel cultural o, simplemente, con otro capital cultural diferente, va a precisar de mayores apoyos, de más recursos, por lo tanto, será preciso disponer de un presupuesto económico también mayor. Los administradores, como los managers de los clubes, tratarán de buscar socios que les permitan rentabilizar las instalaciones que poseen y ofrecer una buena imagen para atraer a otros nuevos, a ser posible, socios más poderosos que sirvan para seguir elevando la imagen y obtener mayores beneficios, tanto económicos como simbólicos.
Las políticas de elección de centros tienen en este momento un nuevo obstáculo, el agrupamiento de las personas en zonas residenciales sobre la base de dimensiones como clase social y etnia. En función de los recursos económicos que poseen, las personas son atraídas hacia aquellos barrios y localidades que les ofrecen aquel conjunto de servicios colectivos a los que consideran que tienen derecho (clínicas, colegios, espacios públicos, centros de diversión) y están dispuestas a pagar unos precios acordes con las ventajas que esperan obtener. Cada colectivo social genera sus expectativas en función de la formación y recursos que posee. Este tipo de elecciones está haciendo visible la polarización social; en unos espacios se concentran la riqueza y los servicios con mejores infraestructuras y dotaciones, y en otros la pobreza y la marginalidad, con una carencia de equipamientos y servicios e, incluso, con una importante degradación ambiental. Los centros de enseñanza ubicados en el seno de estos últimos es previsible que tengan que desarrollar un trabajo más duro y, por consiguiente, precisarán de un personal con una óptima formación y de una buena dotación de recursos. Obviamente, son colegios que tendrán dificultades para atraer a alumnado de otros barrios más residenciales y con infraestructuras y dotaciones abundantes y de gran calidad.
Estas políticas de agrupamiento por grupos sociales confinados en espacios físicos específicos era un fenómeno más frecuente en lugares como los Estados Unidos, pero no tanto en el Estado Español o Europa central donde las familias residen en grandes bloques de viviendas, con diseños arquitectónicos estándares, manteniendo cada una de ellas un cierto anonimato acerca de sus modos de vida y recursos disponibles; algo que facilitaba agrupamientos mixtos. En una misma calle podían encontrarse edificios en los que habitaban familias de diferentes grupos sociales y etnias.
Las nuevas políticas neoliberales, dada la fragmentación social que producen, están propiciando que las personas busquen entornos que “les protejan” y les proporcionen ambientes y servicios acordes a su status social. Los colectivos con mayores problemas económicos y sociales corren el riesgo de ubicarse también en ambientes sociales marginales, en barrios con altos índices de delincuencia (fruto de la pobreza e incultura) y con instituciones públicas como colegios y centros de salud con escasos recursos. En una situación semejante los componentes de los colectivos sociales más desfavorecidos entran así en un círculo vicioso del que es muy difícil salir.
En la medida en que se produce una polarización residencial, se amplían las distancias entre los distintos núcleos de población, lo que hace que el transporte de quien tenga que ir a trabajar o a estudiar a otro espacio distinto sea también más costoso.
Un ejemplo real del modo de funcionar y de los peligrosos efectos de los tests externos de evaluación escolar, de las políticas de ránkings escolares, de los nuevos «Tiempos de tests»
Una de las grandes ventajas de los modelos de vida por los que vinieron y continúan luchando los colectivos sociales más progresistas, manteniendo un fuerte compromiso con la lucha por la justicia y equidad, es que las instituciones escolares se contemplan como el espacio donde “naturalmente” interaccionan estudiantes de distintos colectivos sociales, de diferentes etnias, de distinto sexo, con diferentes destrezas y niveles de desarrollo y con distinto y desigual bagaje cultural y lingüístico; algo que es coherente con el principio de igualdad de oportunidades que todas las democracias asumen, al menos en teoría.
Sin embargo, en momentos en que bienes públicos como las instituciones escolares se adulteran para transformarse en colegios privados, estos ideales parecen ser cosa de un pasado remoto. De ahí incluso algunas perversiones en el ejercicio de la autonomía y libertad de elección de centros que estamos viendo en el momento presente y que atentan claramente contra los Derechos de la Infancia en cuanto al “derecho a no ser discriminado por motivos de raza, color, sexo, idioma, religión, opiniones políticas o de otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento u otra condición, ya sea del propio niño o de su familia”. Un ejemplo de esta desvirtuación de la autonomía de los centros llega hasta tal punto que, bajo su paraguas, algunos grupos sociales y centros escolares tratan de justificar formas segregadas de educación para niños y niñas.
…
En una sociedad fracturada en torno a dimensiones como género, raza, etnia y clase social, los centros privados, con su modo de funcionamiento al estilo de un club, lo que vienen haciendo es contribuir todavía más a marcar estas diferencias, ayudan a legitimar a los grupos más dominantes en la medida en que dentro de sus centros escolares les van a ayudar a interaccionar mucho menos con los que sufren verdaderas discriminaciones; de esta manera, la falta de contacto contribuye a la reproducción de estereotipos y prejuicios sobre los considerados “los otros”.
En situaciones como las actuales en las que, además, la población vive en espacios específicos, acordes a su posición social y de clase, quienes verdaderamente tienen posibilidades de elegir centro escolar y de asumir los costes de los desplazamientos son las clase medias y los grupos sociales más privilegiados. Normalmente todos estos grupos optarán por colegios en consonancia con sus posibilidades económicas y con las expectativas que mantienen sobre el futuro profesional de sus hijas e hijos. Esto explicaría el hecho de que algunas familias acomodadas cuando toman en consideración el grado de dificultad para conseguir determinadas notas, de manera especial cuando sus hijos e hijas precisan unas calificaciones muy concretas para poder acceder a ciertas carreras universitarias, opten por elegir instituciones escolares a las que acostumbran a asistir estudiantes de familias con menor estatus. Así, por ejemplo, es posible que una familia acomodada se incline porque sus hijas e hijos estudien en un instituto al que acude un alumnado de grupos sociales más desfavorecidos, o que tenga que elegir un centro privado mucho más caro, pero en el que consideran que es más fácil obtener buenas calificaciones finales. En estos casos, una vez más, los estudios a cursar y los centros donde efectuarlos se analizan y consideran como una inversión, de la que se espera obtener beneficios exclusivamente individuales, como, por ejemplo, colocarse en el futuro en posiciones de ventaja en el mercado laboral.
Entre las motivaciones de muchas familias a la hora de escoger un centro escolar para sus hijos e hijas no es de menor importancia la de las relaciones sociales que les favorece construir. Algo que se acentúa cuando lo que se van a realizar allí son estudios de bachillerato o universitarios. Optar por determinadas universidades y centros de postgrado significa, además de procurar la calidad de lo que en esos centros se presume se ofrece, apostar por establecer relaciones con personas que el día de mañana puedan facilitar el acceso a buenos puestos de trabajo. Cuanto más de élite sea la institución docente, mayores probabilidades de entablar amistades con compañeras y compañeros herederos de grandes patrimonios económicos y de poder en el mercado laboral. Algo que confirman las investigaciones de Mark GRANOVETTER (1995), sociólogo de la Universidad de Stanford, en las que concluye que la mayoría de los trabajadores que tienen mejores puestos de trabajo y con salarios más altos los consiguieron sobre la base de contactos personales y no a través de concursos públicos en los que sólo se tomaba en consideración el curriculum vitae. En su estudio de cómo 282 personas norteamericanas encontraron sus puestos de trabajo concluye que, en numerosas ocasiones, lo que importa no es lo que uno conoce sino a quién conoce.
Una vez más, podemos comprobar cómo los centros escolares son contemplados como “clubes”, sus estrategias organizativas y sus políticas de atracción selectiva de socios -estudiantes- están destinadas a darles una serie de ventajas también en exclusiva. Las familias que componen ese colegio-club rivalizan con los otros centros de enseñanza tratando de que sus hijos e hijas tengan mayores beneficios que los demás. Este tipo de realidades es lo que explica cierta publicidad “boca a boca” en la que se asegura que quienes estudian en determinado centro universitario privado, cuando terminan sus carreras esa misma institución les facilita un puesto de trabajo en alguna de las empresas que le ayudan a sostenerse financieramente. Un ejemplo similar deja patente lo aparcado que queda el principio de la igualdad de oportunidades, las políticas de justicia social. Por el contrario, éste es uno de los modos a través de los que se lleva a término la estratificación social.»
TORRES SANTOMÉ, Jurjo (2001). Educación en tiempos de Neoliberalismo. Madrid. Morata, 2007, 2ª edición.
El diario escolar
Jurjo Torres Santomé
Cuadernos de Pedagogía. Nº 142 (1986), págs. 52 – 55
Reflexión sobre el valor del diario escolar en la EGB. El diario escolar constituye una herramienta de gran utilidad para analizar la vida del aula y favorece la actitud reflexiva e investigadora del profesor. El diario se convierte en un instrumento de investigación que posibilita el abandono de las acciones robotizados y rutinarias en el aula. La fotografía puede constituir un recurso excepcional.
EGB, investigación
Hasta no hace mucho tiempo la única forma de saber y comprender lo que sucedía en las aulas se basaba primordialmente en los datos que obtenían los investigadores y evaluadores, externos y ajenos a esa aula concreta, a partir de las informaciones que proporcionaban los tests, cuestionarios y exámenes.
La influencia de la filosofía positivista y de la psicología conductista en la investigación educativa trajo como consecuencia que sólo se considerasen y tuviesen en cuenta las conductas directamente observables; conductas que, además, se interpretaban de forma aislada, sin preocuparse adecuadamente del contexto en el que se producían, de su historia y de su génesis.
Frente a este modelo ya caduco de análisis de la vida del aula, surge toda una metodología naturalista de investigación que no se preocupa sólo de las conductas aisladas en categorías sino que trata de entender el comportamiento de forma holística, procurando captar y comprender lo que allí sucede teniendo en cuenta el punto de vista de los actores, alumnos y profesores, e incluso, cuando, es posible, de observadores externos o neutrales.
PARA COMPRENDER LO QUE SUCEDE EN EL AULA
Los diarios escolares del profesor pasan así a ser no únicamente algo primordial para comprender lo que sucede en las clases sino también un medio de investigación del propio profesor. Éste se convierte en un elemento activo en la toma de decisiones acerca de lo que es importante o no en el aula, dejando de ser una persona que permanentemente está en peligro de caer en la rutina. En definitiva, para dejar de hacer «lo que siempre se hizo».
Cuando las rutinas se convierten en dueñas de nuestro comportamiento la realidad también se percibe como no problemática. De este modo, las cotidianidades encaminan nuestra conducta en una única dirección frente a las otras muchas que teórica y prácticamente son posibles. Solemos olvidar con demasiada frecuencia que la práctica actual que llevamos a cabo en el aula es sólo una de entre las otras muchas alternativas posibles; alternativas que no solemos ni siquiera plantearnos.
El diario escolar se convierte así en un valioso instrumento que posibilita el abandono de las acciones robotizadas y rutinarias en el aula como pauta primordial de conducta. Al mismo tiempo, permite la aparición de la acción reflexiva y la potenciación de la capacidad de los docentes como generadores de conocimiento profesional, verdadera característica de la figura del profesor como investigador en el aula o profesor crítico.
El profesor como investigador no necesita ya moverse dentro de las coordenadas de acción que otros le «dictan» como deseables o convenientes y que él acata sumisamente sin cuestionarse, contribuyendo así a su desprofesionalización.
Una política de formación del profesorado y unas condiciones laborales tendentes a desprofesionalizar son los principales recursos que utilizan los gobiernos y grupos de poder no democráticos para facilitarse el control y manipulación del aula. Los profesores, en un modelo similar al descrito, sin participación en la definición y análisis de los problemas y una auténtica colaboración de ellos mismos en las propuestas de solución, buscarán una presunta «seguridad» personal en la obediencia y sometimiento a las propuestas de políticos e «investigadores» al margen de la dinámica real del aula. Por el contrario, el profesor critico, auténtico profesional dueño de sus actos, asumirá lo que debe hacer a base de contrastar su práctica cotidiana con otras prácticas y teorías educativas, sociológicas y psicológicas.
El profesor aprende a experimentar y a describir lo que es posible, lo que es deseable y el/los porqués de todo ello. En este modelo, el eje de las preocupaciones principales del profesor crítico ya no radican sólo en el «cómo» se deben o pueden hacer cosas en el aula sino que también se centran en la necesidad de preguntarse los «porqués».
Mediante la reflexión constante, el docente se convierte en una persona de mente más abierta, que somete permanentemente a contrastación critica cualquier comportamiento, creencia o teoría, a la luz de las bases que la sustentan así como de las consecuencias que conlleva. También pasa a ser consciente de la gran responsabilidad de su labor profesional.
A través del diario escolar del profesor, tanto él como sus compañeros de profesión logran adquirir una mayor comprensión de la vida en ese nicho ecológico que es el aula. Podremos así comprender la forma de pensar del docente, sus razones para obrar como lo hace e interpretar lo que sucede en el aula.
Una condición necesaria para la realización del diario escolar será la pérdida del miedo al ridículo que los profesores a veces suelen padecer debido a las fuertes presiones de políticas educativas desprofesionalizadoras y a la carga de desprestigio social que en algunos ambientes aún sigue caracterizando este trabajo.
PARA AYUDAR A REFLEXIONAR
Al igual que desde la didáctica se viene revalorizando el valor del error de los alumnos como punto de arranque que permite volver a reflexionar y reestructurar el conocimiento y las destrezas existentes, así también los errores del profesor serán productivos. Éste, al reconocer errores en diseños y desarrollo curriculares que efectúa y/o en las teorías que los sustentan, se ve obligado a reflexionar y a buscar hipótesis y soluciones alternativas, ya sea por sí mismo o, mejor, en colaboración. No es casual que popularmente se diga que es analizando nuestros errores como se realizan más progresos, y no parándose en los aciertos, aunque también esto sea necesario, puesto que constituye un recurso valioso para reforzar la autoconfianza y poder de esta manera hacer frente con más optimismo a los próximos problemas.
Entender cómo los profesores interpretan, realizan y evalúan la vida del aula es esencial tanto para ellos mismos como para cualquier otro profesional interesado por las cuestiones educativas.
La actividad reflexiva a que obliga el diario escolar del docente facilita la labor de revisión constante de sus propias teorías, suposiciones y prejuicios y, asimismo, de la forma en que éstos afectan a su comportamiento y planificación del trabajo en el aula. Es, además, un decisivo recurso para analizar cómo influyen en el desarrollo del trabajo escolar y del propio pensamiento del profesor los posibles estímulos o coacciones externas: de la administración (mediante la legislación vigente, la labor de los inspectores, etc.), de los padres, de las editoriales, de los diferentes grupos de presión política, …
En el diario escolar se recoge lo que sucede en el aula desde el punto de vista de un personaje clave: el profesor. En aquél se describen los acontecimientos, incidentes y sucesos significativos de la vida diaria en la clase; no sólo de las cosas que plantearon problemas y salieron mal sino también aquellas actividades que puede considerarse que alcanzaron el éxito.
Sin embargo, no será importante únicamente la descripción de lo que sucede sino también, y muy fundamentalmente, las interpretaciones y las impresiones del propio profesor-observador. Para facilitar la tarea de la recogida de las anécdotas cotidianas o extraordinarias, debemos procurar redactarlas lo más pronto posible, cerca del momento en que ocurrieron, con el fin de evitar deformaciones y olvidos importantes. No obstante, y dado que esto no siempre es posible, lo que si podemos hacer es recurrir a anotar alguna o algunas «palabras-clave» que favorezcan nuestra retención de lo sucedido y, posteriormente, su redacción.
Es también aconsejable, para realizar descripciones lo más verídicas y ajustadas posibles: incluir citas textuales, describir las acciones e interacciones de los personajes centrales con el máximo detalle posible, indicando el día, hora, y a su vez cómo y dónde tuvieron lugar; en qué contexto, qué estaba sucediendo momentos antes, qué otras personas u objetos fueron involucrados, qué respuestas y reacciones tuvieron aquéllas, etc. En general, es conveniente recoger cualquier información descriptiva que permita tanto al profesor como a cualquier otro compañero, evaluador o investigador, comprender posteriormente ese evento.
En las descripciones de sucesos complejos se debe procurar asimismo mantener la sucesión temporal de los acontecimientos tal como éstos tuvieron lugar.
Es importante esforzarse por no confundir la descripción de los sucesos con su interpretación. En primer lugar describiremos, con palabras lo más precisas posible y utilizando una redacción clara, lo sucedido. Seguida- mente, daremos la posible o posibles razones del o de los porqués; es decir, interpretaremos lo acaecido.
La interpretación de la que hablamos es algo básico en un diario escolar, ya que constituye la única forma posible de ver las razones profundas del comportamiento del profesor ante lo que ha ocurrido y analizar su conducta. De este modo: ¿Qué estaba pensando el docente en esa situación?, ¿Por qué la programó así?, ¿Cuáles son las causas, según el profesor, de ese fracaso o de ese éxito concreto que recogemos en el diario?, ¿Cómo se podía haber previsto ese suceso?, ¿Qué deberemos hacer para modificar o volver a crear el clima que dio origen a ese comportamiento?, etc. Son algunas de las preguntas abiertas que podemos hacernos.
LA FOTOGRAFÍA COMO RECURSO
Como recurso excepcional en nuestra investigación (especialmente para favorecer la objetividad en nuestras descripciones) se puede también alguna que otra vez recurrir a la utilización de un magnetófono. El uso de este medio nos ayudará a recordar con mayor exactitud conversaciones clave, frases esenciales, etc., para la compren- sión de algunos hechos. Incluso la revisión posterior de esa cinta puede hacernos descubrir aspectos fundamenta- les que permitan el entendimiento de algunas situaciones que en su momento nos pasaron desapercibidas.
La fotografía es asimismo un recurso, económicamente accesible, que nos facilita información complementaria sobre la vida en el aula. En la medida en que el fotografiar llegue a convertirse en una actividad normal y rutinaria evitaremos distorsiones y «poses» que convertirían la situación en poco o nada significativa.
En algunos momentos determinados o en periodos de tiempo elegidos al azar podemos dedicarnos a hacer fotografías; en blanco y negro será suficiente. Fotografías tomadas desde ángulos diversos, unas veces dirigidas con precisión sobre alguien o algo concreto y otras más al azar. Su revelado posterior puede ser fuente de valiosa información. Mediante algunas fotos podremos reafirmarnos en lo que nosotros creemos que pasó, pero cabe también la posibilidad de que surjan ante nuestros ojos aspectos que se nos escaparon en aquel momento concreto o que nosotros creímos ver de manera distinta.
Sin embargo, debemos tener siempre presente que la fotografía supone congelar un fotograma de una película, por utilizar un símil cinematográfico; hace referencia a unos momentos antecedentes y a otros subsiguientes. Fotografiar significa recortar el espacio y el tiempo que dan significado a una acción; supone preservar las apariencias instantáneas, reducir a «datos» instantes de esa compleja dinámica que caracteriza al desarrollo de la vida en el aula. Es un recurso que está en manifiesta relación con la memoria humana, pero a diferencia de ésta las fotografías no preservan en ellas mismas el significado; únicamente ofrecen apariencias que será necesario contextualizar e interpretar.
Dada la finalidad investigadora para la que utilizamos este recurso, una buena fotografía se diferenciará de otras no tan buenas por el grado en que consigue que esa imagen condensada estáticamente, esa visión sintética, aparezca fácil y claramente relacionada con el ámbito en el que fue obtenida.
La fotografía de los alumnos en acción o de los resultados de su trabajo nos posibilita reflexionar sobre lo ocurrido: ¿Por qué esa selección de los alumnos que aparecen en las fotos?, ¿Son los preferidos, los más guapos, los que hacían las actividades mejor y/o más interesantes, …?, ¿Qué alumnos nunca aparecen en esas fotografías? ¿Cuáles se repiten y por qué?, ¿Que actividades se fotografiaron y cuáles no, en esa clase?, ¿Qué limitaciones tuvimos en la realización de las fotos: espaciales, de iluminación, de respeto por la intimidad,…?, ¿Existía alguna presión por parte de los alumnos para que nos fijáramos en algo o alguien concreto?, ¿Cuál es el contexto completo del que está seleccionado ese instante que refleja la foto?, ¿Está regida por algún prejuicio o manifiesta subjetividad la elección del punto de mira del objetivo?, etc. Éstas serán algunas de las preguntas que nos facilitarán una mayor comprensión de lo que sucede en el aula.
La fotografía va a permitir, además, la participación de los propios alumnos en la actividad investigadora. El profesor puede recurrir a la exposición de esas fotos y pedir que sus alumnos las interpreten. El análisis de las fotos puede animar a los alumnos y, por supuesto, al profesor a implicarse activamente en la vida del aula, a su comprensión, a sentirse más solidarios y a mejorar las relaciones interpersonales. Aquéllas servirán de estimulo para liberar muchas anécdotas y recuerdos más o menos significativos que, de otra forma, serían omitidos o pasarían desapercibidos.
El hecho de que puedan existir diferentes interpretaciones de lo acaecido obligará a una negociación de los significados entre el profesor y los alumnos, hasta llegar a un acuerdo en las explicaciones de lo que realmente sucedía y por qué; con ello ganamos en objetividad.
El diario escolar concebido de esta forma es un valioso instrumento de investigación para el propio profesor que se ve impelido a reflexionar sobre su acción, a explicarla, razonarla, cuestionarla, etc. Es, en consecuencia, un recurso esencial de cara a hacer realidad y no un mero «slogan» la figura del «profesor como investigador en el aula».
UNA AYUDA PARA LA COMUNICACIÓN
El diario escolar es, además, un decisivo instrumento para la comunicación en el seno de los equipos de trabajo de profesores. Estos equipos a base de reuniones con cierta regularidad, ayudados con aquel recurso, podrán mejorar la coordinación de sus experiencias, verán facilitadas las discusiones de sus datos, conocimientos y puntos de vista. Serán capaces de aprender unos de otros, identificando problemas didácticos parecidos en sus aulas, discutiendo hipótesis de solución, desarrollándolas, evaluándolas y reformulándolas cuando siga siendo necesario.
En nuestro contexto educativo, el ambiente competitivo que nos rodea no contribuye a facilitar esta comunicación entre los docentes. Existe una fuerte tendencia, como una especie de ley del silencio, que hace aparentar que nadie tiene problema alguno en sus aulas. El que un profesor reconozca, o se llegue a saber por cualquier otro medio, que en sus clases tiene dificultades es algo que puede, es esta situación, estigmatizarle peligrosamente para el resto de sus días.
Es necesario potenciar un nuevo clima de confianza y colaboración mutua entre los profesores, establecer un mínimo código ético que impida utilizar estos datos confidenciales de los diarios y comunicaciones tanto dentro de los grupos de trabajo, como fuera del grupo, como elemento de alguna forma sancionador contra el profesor.
Los compañeros de profesión y trabajo, en la medida en que también ellos pondrán de relieve sus propios puntos débiles y fuertes, irán dejando de ser rivales o fuente de amenaza, para pasar a verse como complemento necesario para mejoras recíprocas.
Podremos así construir una cultura colectiva pedagógica vinculada estrechamente con la acción, a la que todos los profesores aportan continuamente los resultados de su específica acción práctica y reflexiva. Una cultura que devolverá la confianza a los docentes en sus propias aptitudes, para analizar críticamente el contexto educativo y tomar decisiones juiciosamente.
Una vez llegados a este punto, los profesores sabrán constatar igualmente cómo muchas veces es necesario eliminar los posibles obstáculos institucionales y políticos que pueden impedir la innovación educativa y la solución de muchos problemas de enseñanza-aprendizaje. Su mayor grado de conciencia como profesionales críticos les permitirá ser más efectivos en su oposición frente a aquellos obstáculos tendentes a la desprofesionalización y a los recortes de su autonomía.
Jurjo Torres Santomé
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Professor Barry MacDonald
“Centre for Applied Research in Education” (CARE), University of East Anglia (UK)
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.El pasado día 16 de abril murió Barry MacDonald, una de las personalidades destacadas de la pedagogía del siglo XX. Fue de los fundadores de uno de los centros de innvestigacion de referencia en el último tercio del siglo XX, el CARE, y del que fue director desde 1884 hasta 1997, momento en el que se jubiló.
Barry MacDonald fue, junto con personalidades como Lawrence Stenhouse, John Elliott, Helen Simons, Rob Walker y Saville Kushner, quien convirtió al CARE en un centro de referencia mundial para todo profesorado preocupado por una educación verdaderamente democrática y de calidad.
Entre sus grandes aportaciones cabe subrayar el modelo de la “evaluación democrática” y la reformulación y divulgación de la Investigación-Acción como estrategia de formación del profesorado y de innovación e investigación en educación.
Barry MacDonald subrayó la naturaleza política de la evaluación curricular y de sus funciones político-educativas en las sociedades democráticas. De ahí la importancia de plantearse a qué intereses debe servir la evaluación. Lo que le llevó a diferenciar dos modelos de evaluación:
A) La evaluación como control, un modelo predominantemente burocrático o autocrático, al servicio de los intereses del poder establecido, y con un control total de las variables a medir y los datos obtenidos exclusivamente por parte del poder político que la financia y encarga. Quien evalúa asume y acepta los valores y finalidades de la administración política que le contrata y busca aquella información que le interesa a esos responsables políticos.
B) La evaluación democrática, concebida como servicio público. En este modelo hay un compromiso por atender a los intereses en juego de todos los participantes y, por consiguiente por distribuir y compartir la información entre todas las audiencias implicadas. Es una investigación principalmente cualitativa y participativa, y cuyos conceptos clave son «confidencialidad», «negociación» y «accesibilidad».
Su muerte nos priva de su persona física, pero no de su obra. Si casi siempre la muerte llega en un momento inoportuno, en este caso es más obvio, pues tendría mucho que decir y se opondría frontalmente a los modelos de evaluación autoritarios y antipedagógicos contra los que siempre luchó y que ahora parecen cobrar más fuerza de la mano de organismos como la OCDE y de Ministros de Des-educación, como José Ignacio WERT y su anteproyecto de LOMCE (Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa).
Barry MacDonald, visitó las distintas universidades del Estado Español en numerosas ocasiones para asistir a congresos, seminarios, impartir cursos, … Y fue nombrado Doctor Honoris Causa por la universidad de Valladolid, 11 de Noviembre 1999. Precisamente su discurso de investidura traducido al castellano puede localizarse en el siguiente enlace:
http://www.quadernsdigitals.net/datos_web/hemeroteca/r_7/nr_498/a_6799/6799.html
Y en inglés en: https://ueaeprints.uea.ac.uk/31856/
En A Coruña estuvo participando en 1993 en el Congreso Internacional de Didáctica, “Volver a pensar la educación” y su ponencia (El papel del profesorado en el desarrollo curricular: una cuestión irresuelta en los intentos ingleses de reforma curricular) está recogida en el libro:
VVAA (1995). Volver a pensar la educación. Madrid. Ediciones Morata – Fundación Paideia. En el Vol. II: “El papel del profesorado en el desarrollo curricular: una cuestión irresuelta en los intentos ingleses de reforma curricular”, págs. 245-272.
http://www.edmorata.es/Shop/Product/Details/236
http://www.edmorata.es/Shop/Product/Details/237
En la dirección siguiente podeis bajar la mayoría de sus publicaciones:
https://ueaeprints.uea.ac.uk/view/creators/m009.html
Un video con una corta entrevista a Barry sobre el proyecyo SAFARI (Success And Failure And Recent Innovation), desarrollado en los setenta:
http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=WM-vRX_9UKQ#!
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¡Hasta siempre amigo!
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