Política de estándares para controlar los centros
Jurjo Torres Santomé
Cuadernos de Pedagogía. Nº 321 (Febrero 2003) págs. 77 – 82
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La Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE) propugna un sistema estatal de indicadores que se ocupe de evaluar de forma externa a alumnado, profesorado y centros escolares. Para el autor, este sistema refuerza el control burocrático y autoritario de la Administración educativa, restringe la autonomía de los centros y va en contra del tratamiento de la diversidad y la justicia distributiva.
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A la hora de analizar el significado y las medidas que propugna la Ley Orgánica de Calidad de la Educación (LOCE) es imprescindible tener presentes las dos grandes líneas ideológicas que definen el proyecto político del Gobierno del Partido Popular. Por un lado, su apuesta por modelos economicistas neoliberales y, por otro, la defensa de concepciones conservadoras de la vida social.
Las concepciones neoliberales son las que explican la política de debilitamiento de las redes que sustentan el estado del bienestar: las prácticas de desprestigio de los sindicatos, las regulaciones del mercado laboral, las medidas de privatización de la Sanidad, de recorte del sistema de pensiones, etc. En el ámbito de la educación, disposiciones neoliberales son todas aquellas que están potenciando la enseñanza privada e introduciendo todo un conjunto de normas destinadas a incrementar la competitividad entre los centros escolares y a transformar el sistema educativo en un gran mercado, aun sabiendo que no todas las personas poseen capacidades, información y recursos económicos para realizar elecciones en temas de educación.
La ideología conservadora es la que explica la obsesión del Partido Popular por el control de los contenidos que se trabajan en las aulas, tal y como se puede comprobar en los discursos que desde el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte se pronunciaban, por ejemplo, para justificar los reales decretos sobre los contenidos mínimos de todas las áreas de la Educación Secundaria Obligatoria y el Bachillerato. En tales discursos el argumento decisivo era la ignorancia manifestada por el alumnado en el área de Humanidades, en especial en Historia. Obviamente, el control de la memoria colectiva que pretenden las ideologías conservadoras les lleva a vigilar la ortodoxia de los contenidos escolares. Una vez tramitada la LOCE, la ministra Pilar del Castillo ya anunció que la próxima línea de trabajo de su gabinete es la reforma de los contenidos obligatorios en el resto de los niveles educativos, en especial en Educación Primaria.
Esta imposición de unas verdades oficiales es la que les lleva a pretender acentuar los procesos de evaluación externos del sistema educativo. Así, en el proyecto de la LOCE se deja claro que éste es uno de los ejes que organizan la ley: “Orientar más abiertamente el sistema educativo hacia los resultados, pues la consolidación de la cultura del esfuerzo y la mejora de la calidad están vinculadas a la intensificación de los procesos de evaluación de los alumnos, de los profesores, de los centros y del sistema en su conjunto, de modo que unos y otros puedan orientar convenientemente los procesos de mejora”.
Una de las estrategias para facilitar este tipo de control se va a realizar mediante la formulación del “Sistema Estatal de Indicadores de la Educación, que contribuirá a orientar la toma de decisiones en la enseñanza, tanto de las instituciones educativas como de las administraciones, los alumnos o las familias” (artículo 97.1). De su evaluación se va a encargar el Instituto Nacional de Evaluación y Calidad del Sistema Educativo (artículo 95), un organismo claramente dependiente del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. Este centro tendrá que llevar a cabo “evaluaciones generales de diagnóstico sobre áreas y asignaturas” (artículo 96), o sea, hacer el seguimiento de los contenidos obligatorios, en especial, en la Educación Primaria y en la Educación Secundaria Obligatoria.
Este organismo es el que tendrá la responsabilidad de llevar a cabo la prueba general de evaluación, al finalizar la Educación Primaria, para “comprobar el grado de adquisición de las competencias básicas de este nivel educativo” (artículo 17). Prueba que, según se especifica, “carecerá de efectos académicos y tendrá carácter informativo y orientador para los centros, el profesorado, las familias y el alumnado”.
Estamos ante una medida totalmente novedosa para nuestro sistema educativo y que condicionará el trabajo docente en los centros escolares de una manera muy significativa.
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Significado de los indicadores
El aula vuelve a convertirse en el principal foco de atención y, por tanto, la calidad y la eficacia de lo que en ella acontece pasan a ser responsabilidad del profesorado y también, como consecuencia del oportunista eslogan de la cultura del esfuerzo, del alumnado. Cualquier otro tipo de explicaciones y causalidades son silenciadas y, por tanto, otras instancias políticas y de la Administración, liberadas de responsabilidades.
El Estado y sus obligaciones se difuminan para dar paso a un mercado en el que todas las responsabilidades se localizan en los centros escolares. No obstante, éste mantiene un fuerte control de aquellos asuntos que pueden influir en la consolidación y la reproducción de su proyecto político.
Estamos ante una nueva concepción de la educación más derechista; atrás quedaron los grandes lemas movilizadores de la política educativa más progresista, centrados en la construcción de una sociedad más equitativa, con mayores niveles de igualdad social y educativa. Ahora lo que se asume es la existencia de una desigualdad natural y de la que la sociedad no tiene la culpa; por tanto, el Estado no tiene tampoco por qué empeñarse en compensar, en redistribuir las oportunidades. La competitividad por la que apuesta esta nueva derecha neoliberal se lleva a cabo sobre un terreno plagado de dificultades para quienes arrancan en peores condiciones. Estamos ante una carrera de obstáculos en la que las injusticias del trazado impiden competir a quienes corren en las zonas con mayores baches y obstáculos y que, a su vez, también llegan a los centros con más déficit (de salud, de alimentación, de cultura, de cariño y atención, etc.).
El término indicador tiene muy diferentes significados, según los contextos desde los que se habla. Su otra denominación alternativa, estándar, tal y como es utilizada en la bibliografía en inglés, nos lleva incluso al ámbito militar, pues pone de manifiesto un deseo de uniformidad, tanto en los comportamientos como en el vestuario, decidido y definido por las autoridades jerárquicas. En el mundo de la empresa refiere la necesidad de acomodar la producción a unos determinados parámetros; su fin es la adecuación del producto que se fabrica a unos patrones específicos que garantizan su validez y/o utilidad en el mercado.
El lenguaje de los indicadores nos lleva hacia ideales de uniformidad, penalizando las diferencias y la diversidad, atacando la propia concepción de lo que debe ser una sociedad democrática. ¿Cómo es posible que los países paraíso del capitalismo, que en tiempos de la guerra fría criticaban el uniformismo y el totalitarismo de los países comunistas (se nos decía que en esos países todas las personas vestían de la misma forma, en sus aulas hacían todas lo mismo y a la misma hora, etc.), ahora se obsesionen por imponer a toda la población escolarizada unos mismos contenidos curriculares y evaluar con indicadores idénticos en todos los territorios del Estado?
El lenguaje de la estandarización pretende denotar una preocupación por dimensiones de equidad y justicia social, asegurando que todas las personas reciben la misma educación. Sin embargo, detrás de este tipo de propuestas se oculta otra filosofía completamente diferente: una ideología que apuesta por un mayor control y una mayor jerarquización del sistema educativo, y que, además, da lugar a un desplazamiento en el eje de la toma de decisiones. Las resoluciones sobre la enseñanza y el aprendizaje son dictaminadas al margen de las instituciones escolares, sin la participación del profesorado, del alumnado y tampoco de sus familias. Aparecen los expertos, técnicos de la Administración, usurpando funciones y reduciendo las posibilidades de un gobierno democrático de los centros escolares.
El concepto de indicador parece, asimismo, querer subrayar que existe un consenso en su formulación; que representa los contenidos y respuestas más imparciales y universales, en los que existe un completo acuerdo. No permite fácilmente caer en la cuenta de que normalmente representan y legitiman opciones concretas, saberes específicos en los que tienen interés sólo determinados grupos sociales o colectivos profesionales y/o laborales. De ahí que un problema que debe concentrar la atención de la sociedad a la hora de proponer indicadores es: quién los decide y por qué; quiénes no van a participar en su definición y por qué; de entre los múltiples indicadores que se podrían elegir, cuáles se imponen como obligatorios y por qué.
Conviene ser conscientes de que el discurso de los indicadores acostumbra a obviar las condiciones en las que tiene lugar el trabajo en los centros escolares y, de manera especial, el origen social y las características del alumnado. Se asume el implícito perverso de que en las sociedades actuales ya está garantizada la igualdad de oportunidades y que no existen mayores discriminaciones; por tanto, ahora lo que importa son exclusivamente los rendimientos finales o, lo que es lo mismo, los frutos del esfuerzo individual.
La obsesión por diagnosticar el nivel que se ha alcanzado lleva a ignorar los puntos de partida de los que se arranca. No existe obligación de averiguar qué sabe cada estudiante cuando entra en una etapa educativa, ni tampoco al principio del curso en el que va a ser sometido a los tests de medición de los indicadores, lo que da lugar a una modalidad de evaluación en la que las injusticias son verdaderamente sangrantes.
Previsibles efectos
Las políticas de indicadores acaban, en la mayoría de las ocasiones, trivializando los contenidos culturales con los que se trabaja en los centros. Contribuyen a reforzar un conocimiento “bancario”, utilizando la terminología de Paulo Freire. Obligan, asimismo, a tirar por la borda todas las reivindicaciones que se vienen haciendo, desde mediados del siglo pasado, en favor de una mayor significatividad y relevancia del conocimiento. Aprender se hace equivalente a la memorización de discretos bits de información, algo que es fácilmente evaluable mediante tests y pruebas objetivas. Cualquier otro tipo de aprendizajes requiere de estrategias más complejas de evaluación, y esta clase de “pérdidas de tiempo” es algo que el mercado no está dispuesto a pagar.
En los países en los que se optó por este tipo de mediciones, los indicadores acostumbran a centrarse en los contenidos de las asignaturas más tradicionales, potenciando formas de estudio individual más memorísticas. Difícilmente se presta atención a otros objetivos de las instituciones escolares como: el tipo de socialización del alumnado, su nivel de desarrollo como ciudadanas y ciudadanos, el grado en el que asumen responsabilidades sociales y políticas, el estado de su autoestima, su nivel de solidaridad con las personas y comunidades más desfavorecidas, su grado de conciencia ecológica, su compromiso con la lucha por la libertad y la democracia, el nivel de desarrollo de las destrezas necesarias para aprender a aprender, etc.
El control burocrático del rendimiento del alumnado acaba por empobrecer el modo en que se trabaja en los centros, prestando atención sólo a aquella información con posibilidades de incidir en las respuestas a los ítems de los tests de evaluación. Tengamos presente que los indicadores, dado que van a ser sometidos a procesos de cuantificación, excluyen en su formulación y/o medición importantes aspectos del aprendizaje que no son susceptibles de este tipo de evaluación. Pensemos, por ejemplo, en la dificultad de evaluar con indicadores la capacidad crítica del alumnado, o la comprensión de perspectivas en conflicto a la hora de estudiar determinados contenidos culturales. Tampoco el ámbito de los valores es previsible que se vea potenciado en una enseñanza en la que esté presente la vara de medir de los indicadores. Con este tipo de controles, pasa a un lugar muy secundario la preocupación por formar un alumnado más creativo, independiente en sus juicios,con una adecuada rectitud moral, comprometido con el logro de una sociedad más justa, solidaria y democrática.
Asimismo, los indicadores contribuyen a legitimar determinadas metodologías didácticas más tradicionales y autoritarias que funcionan a la hora de garantizar el recuerdo de las informaciones que se necesitan para responder en los tests. Se produce una vuelta atrás y, por consiguiente, un ataque frontal a las metodologías más activas, participativas y reflexivas.
Incluso cabe pensar que este tipo de medidas pretende revitalizar tanto el positivismo en los procesos de evaluación, como el modelo fallido, e imposible en educación, de la pedagogía conductista basada en la formulación de objetivos operativos. No olvidemos que si un indicador tiene que ser tratable cuantitativamente va a exigir formulaciones muy concretas y, por tanto, muy empobrecedoras de lo que debe aprender el alumnado.
Promover aprendizajes más ricos, prestando atención a destrezas cognitivas más complejas como la reflexión, el análisis, la evaluación de la información, así como a las dimensiones sociales, emocionales y morales implicadas en todo proceso de aprendizaje fue lo que llevó a un cierto consenso en la comunidad educativa acerca de la necesidad de formas de evaluación más cualitativas, a buscar estrategias menos precisas, pero más adecuadas para realizar el seguimiento de cada estudiante.
Sabemos de las dificultades que existen para evaluar las tareas escolares cuando se plantean preguntas abiertas. En estos casos, muy difícilmente se dan coincidencias exactas entre las puntuaciones que cada docente otorga. De ahí la propuesta de calificaciones más cualitativas como, por ejemplo, “progresa adecuadamente” o “necesita mejorar”. Sabíamos que si deseábamos una mayor precisión en un examen era a costa de formular preguntas muy cerradas y concisas, tal y como acontece con las pruebas objetivas. Pero, ¿cómo medir la capacidad de imaginación y creatividad de una persona con indicadores susceptibles de ser cuantificados? ¿De qué manera averiguar la capacidad de cualquier estudiante para explorar problemas en los que no existe una única explicación y/o solución? Las mediciones de indicadores requieren una gran concreción, pues su obsesión es la precisión y objetividad matemática, lo que, además, permite jerarquizar y clasificar al alumnado, al profesorado y a los centros.
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Limitando la autonomía
Las políticas curriculares basadas en estándares de calidad nunca suelen ser respetuosas con la autonomía del profesorado. Si admitimos la idiosincrasia de cada colectivo estudiantil y de cada estudiante en particular, si asumimos que lo que en un aula es adecuado y genera aprendizaje puede no ser pertinente en otra, en función de la historia y el contexto en el que se trabaja, tenemos que reconocer que las rigideces en la formulación de las metas educativas y en las estrategias metodológicas que acompañan a los indicadores no las convierten en líneas de política educativa defendibles. El éxito escolar requiere de una fuerte autonomía del profesorado para adecuarse a los contextos en los que trabaja y respetar las distintas inteligencias e intereses de su alumnado.
Las estrategias que se utilicen o promuevan para mejorar la calidad de los sistemas educativos es imprescindible que sean respetuosas con la necesidad de la autonomía docente, así como con la libertad de cátedra y con la libertad de pensamiento del alumnado.
Los indicadores acaban por culpabilizar al profesorado al traspasarle, en la práctica, todas las responsabilidades de las deficiencias que se puedan detectar en el rendimiento del alumnado; de este modo, sirven también para disciplinar al propio profesorado, obligándole a adoptar un determinado tipo de rol en las aulas, a emplear estrategias didácticas más autoritarias y a concentrarse exclusivamente en aquellos contenidos curriculares que el Estado se encarga de supervisar, y que resultan coherentes con lo que podemos denominar el “conocimiento oficial”. Si asumimos que en todos los ámbitos del saber hay muchos temas abiertos, con perspectivas en conflicto, los indicadores pueden servir para legitimar determinadas líneas científicas frente a otras. Estamos ante un nuevo intento de imponer una cultura oficial, una interpretación de la historia y del presente de la humanidad acorde con los intereses de las ideologías más conservadoras. No olvidemos que el Partido Popular, bajo el pretexto de tratar de reinterpretar algunas épocas de nuestro pasado más reciente y de seguir acosando a las nacionalidades históricas, en especial a los partidos nacionalistas, primero promovió todo un bombardeo mediático para tratar de convencer a la sociedad de un presunto fracaso escolar en las Humanidades en la Educación Secundaria y, a continuación, impuso unos nuevos contenidos obligatorios en esas etapas, sin un mínimo debate y consenso con otros colectivos y fuerzas sociales, salvo los directamente afines al propio Partido Popular.
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Una relectura política de las consecuencias de los indicadores
Aunque las administraciones educativas neoliberales se sirven del discurso de la autonomía escolar, en la práctica optan por medidas autoritarias de control y vigilancia de los centros como son, por ejemplo, los contenidos mínimos obligatorios para cada disciplina y nivel educativo (que, en realidad, son contenidos máximos), así como el listado de indicadores que se utilizarán en la evaluación externa. La filosofía de procurar una mayor implicación del profesorado, dotándole de mayor autonomía y ofreciéndole una mejor formación y una más adecuada red de ayudas para su actualización tanto científica como pedagógica, se viene abajo, ante un Gobierno que opta por esta cultura de la sospecha, y, de ahí, el refuerzo de las estructuras de vigilancia y control autoritario de lo que acontece en las aulas. Se acaba así con las concepciones abiertas del currículo, para promover propuestas completamente cerradas; se pretenden enterrar los modelos más constructivistas para sustituirlos por otros de corte conductista.
Estamos ante una notable recentralización del poder, pero de un modo más invisible, tanto para el profesorado como para el alumnado y sus familias, aun sabiendo que los discursos oficiales dicen que apuestan por la descentralización. En el fondo, el fenómeno que se produce es una interiorización de ese control central que obliga al profesorado a autorregularse para conseguir lo que dicta el Instituto Nacional de Evaluación. Pese a hacer creer al profesorado y a la sociedad que tanto los centros como cada docente gozan de una completa libertad, se les atan las manos como nunca antes.
Los resultados de los indicadores acabarán por convertirse en un peligroso mecanismo de presión y control del trabajo que se desarrolla en las aulas. Pensemos en cómo, cada vez que se hacen públicos los resultados de estudios comparativos internacionales, a continuación se produce una avalancha de críticas hacia el profesorado, muy rara vez hacia las administraciones educativas. Éstas acuden a ese tipo de estudios cuando desean promover algún tipo de reformas, pero con la intención de llevar el agua a su molino, manipulando las interpretaciones y, además, sin poner en cuestión la forma de obtener esos resultados.
No es frecuente ver críticas sobre la forma en que se elaboran los estudios comparativos sobre el nivel cultural del alumnado, ni sobre la significatividad y el valor de las pruebas. Da la sensación de que existe un consenso nacional e internacional acerca tanto de la relevancia de lo que se evalúa, como de las estrategias a las que se recurre para su diagnóstico y de las muestras que se utilizan. Tampoco se suele hablar del ambiente en el que se aplican las pruebas. Así, por ejemplo, Margaret Brown (pág. 63) refiere el caso de cómo en este tipo de pruebas destinadas a comparar al alumnado de diferentes países, en una escuela de Corea se les hacía ver la necesidad de dejar en buen lugar a su país; por tanto, debían esforzarse mucho. De hecho, “los alumnos que se sometían a ellas marchaban al son de la banda de la escuela y se les apremiaba para que hicieran todo lo que pudieran por su país”. Por el contrario, en otro centro norteamericano se les informó de que los resultados no contaban para sus cartillas de notas escolares y, además, se les aconsejó que si encontraban algún ítem de especial dificultad, pasaran al siguiente. Un caso como éste pone de relieve que es muy probable que la motivación del alumnado también afecte a los resultados que se obtienen.
Tampoco se debe pasar por alto que los resultados de este tipo de pruebas contribuyen a construir un ranking de centros. Es previsible que se divulguen a través de los medios de comunicación de masas, al igual que los rankings de restaurantes de la Guía Michelín. Lo que no se promoverá desde las administraciones públicas es un debate que pueda llegar a poner en cuestión esa clasificación.
La mayoría de la población e, incluso, un cierto porcentaje del profesorado difícilmente caen en la cuenta de que cualquier ranking es fruto de un tipo de pruebas y de unos determinados indicadores; otros darían lugar a otra jerarquización diferente.
Las clasificaciones de centros acaban generando una excesiva ansiedad en el profesorado, que percibe que tiene que lograr determinados resultados para que su centro no sea etiquetado en negativo. Pero éste, simultáneamente, constata que no recibe los apoyos que precisa de la Administración y, en consecuencia, si la presión social acaba siendo importante es probable que termine por recurrir a algún tipo de trampas, por ejemplo, a seleccionar al alumnado que mejor puede ayudar a conseguir buenos resultados en las pruebas de evaluación de los indicadores. Los estudiantes pertenecientes a comunidades socialmente desfavorecidas se convierten en un lastre del que desprenderse si se desea que el centro escolar pueda alcanzar puntuaciones positivas en tales pruebas, y acostumbran a ser vistos por los centros como una amenaza para su prestigio; por tanto, es fácil que recurran a ciertos recovecos legales para impedirles acceder al centro.
Es preciso caer en la cuenta de que los resultados de este tipo de pruebas no reflejan el éxito o el fracaso de un centro; sólo que a unas determinadas preguntas el alumnado responde bien o mal, pero no que éste haya estado perdiendo el tiempo o aprendiendo mucho.
Conviene subrayar que no existen indicadores del rendimiento que sean neutrales ni universalmente válidos y, por tanto, tampoco independientes de los contextos culturales en los que se trabaja. Asimismo, destacar que es posible que otro tipo de pruebas diagnósticas arrojasen otros resultados. Los exámenes externos, además, generan estrés y nerviosismo en muchos estudiantes, por lo que no son pruebas adecuadas para evaluar.
Trabajar con alumnado proveniente de medios más desfavorecidos exige un profesorado con una adecuada preparación y mayor disponibilidad de recursos. En este tipo de centros escolares de ninguna manera es justo pensar que se van a alcanzar idénticos resultados que los que acogen a alumnado procedente de medios sociales más favorecidos y con mayor nivel cultural. Si no se tiene en cuenta este tipo de situaciones, es muy fácil que lleguemos a asumir erróneamente que el profesorado que trabaja aquí es peor que el que lo hace en los centros privados de élite y cuyo alumnado vive en un entorno cultural más rico y con mayores estímulos para enfrentarse con éxito a las evaluaciones de los indicadores.
Al final, acaba patologizándose a los centros ubicados en las barriadas o núcleos de población más marginales, cuando lo único que se está reflejando en este tipo de situaciones es la existencia de injusticias sociales y una muy notable desigualdad de oportunidades en esa sociedad de la que forman parte.
En los resultados de los indicadores se suele producir un desplazamiento en las miradas hacia las conductas individuales del alumnado. Las diferencias que se producen se achacan a cuestiones de eficacia en las técnicas pedagógicas y a la capacidad de esfuerzo de cada estudiante concreto, mas no aflora con facilidad la necesidad de análisis sobre la justicia curricular y la igualdad de oportunidades en esa sociedad.
Las políticas de mercado, normalmente, contribuyen a que los recursos se acumulen en manos de los que más tienen, no precisamente que se redistribuyan de un modo más equitativo. En educación esto equivale a que el alumnado más dotado acaba concentrado en los centros con mejores y mayores recursos, propiciando que las sociedades se desvertebren y la desigualdad social aumente.
Desde la década de los noventa, las políticas educativas están inundadas de vocablos como eficacia, calidad, rendimiento y excelencia, pero leídos con los significados del ámbito empresarial, o sea, eliminando de sus análisis los contextos sociales y las características socioculturales de las familias. Ahora las diferencias, tanto entre centros y profesorado como entre el alumnado, parecen debidas en exclusiva a los esfuerzos personales. Las desigualdades sociales, políticas, culturales y económicas se están dejando de lado y, por consiguiente, el significado de las diferencias queda reducido a su mínima expresión: al resultado de los esfuerzos privados.
Esta desideologización también explica que se mantenga fuera del debate público la preocupación por los contenidos, las destrezas y los valores que deben promover las instituciones escolares. Se contemplan como algo no problemático, cual si fuera una decisión que cualquier especialista puede tomar y en la que existe una total coincidencia; o sea, se eliminan los conflictos que acompañan a la producción y la difusión del conocimiento, las perspectivas que rivalizan por la explicación de un determinado fenómeno, la competencia entre teorías y entre las correspondientes soluciones. La ideología de un falso consenso lo acompaña todo. La enseñanza se reduce, así, a un trabajo técnico y desaparece su conceptualización como trabajo intelectual, moral y político. En consecuencia, la política educativa vigente queda exonerada de responsabilidades.
Una medida política como la de los indicadores no puede contemplarse al margen de otras cuestiones decisivas como el tratamiento de la diversidad en las aulas y de la justicia educativa. Igualmente, cabe plantear que, en la medida en que se plantean unos indicadores uniformes para todo el Estado, se corre el riesgo de que se olvide que nuestra realidad es plurinacional, pluricultural y plurilingüística, forzando la imposición de una mayor uniformidad, definida desde un centralismo tradicionalista obsesionado por recuperar viejos fantasmas de la “España Una y Grande”.
Cualquier mínimo debate sobre la Ley de Calidad, al hablar de este tipo de medidas, debería sacar a la luz las cuestiones morales, éticas y políticas que atraviesan su articulado. De cualquier manera, si el Estado impone unos estándares para las diferentes materias y etapas educativas, sería lógico, asimismo, que antes elaborase unos estándares acerca de los recursos didácticos que deben estar al alcance de todos los colegios (bibliotecas de centro y de aula, material audiovisual, laboratorios, ordenadores, software, mapas, etc.), el número de docentes necesarios y de qué especialidades, así como la existencia de otros especialistas al servicio del centro (personal administrativo, documentalistas, especialistas en informática…), la calidad de las instalaciones (mobiliario, instalaciones deportivas, tipo de calefacción y de refrigeración, decoración, amplitud de los espacios, servicio de comedor, etc.). En el establecimiento de este tipo de medidas es preciso tomar en consideración la zona en la que está ubicado el centro de cara a promover más incentivos para aquellos que van a recibir alumnado proveniente de grupos sociales más marginados o con necesidades educativas especiales.
La política de diagnosticar por indicadores es un paso más en la táctica de recuperar modelos de ingeniería social para controlar los asuntos humanos. Modelos que durante las décadas de los setenta y ochenta habían entrado en crisis, dado que las ciencias sociales habían apostado por modelos más hermenéuticos y cualitativos, una vez constatado que las concepciones y las metodologías más positivistas habían mostrado sus numerosos puntos débiles.
La formulación de estándares, frente a los principios de procedimiento que sugiere Lawrence Stenhouse (1984), más centrados en los procesos de aprendizaje, se realiza para medir resultados terminales, no para orientar los procesos de enseñanza y aprendizaje en las aulas. Una política educativa democrática debería llevar a proponer principios de procedimiento que sirvieran para estimular el debate en la sociedad sobre los asuntos escolares; que facilitase, seguidamente, la toma de decisiones oportunas para mejorar la calidad de los recursos didácticos y los procesos de enseñanza y aprendizaje.
Conviene estar alerta acerca de las políticas de evaluación basadas en indicadores, ya que con facilidad pueden promover procesos de adoctrinamiento, al incorporar en los tests de evaluación que el alumnado tenga que dar determinadas respuestas a preguntas sobre las que no existe consenso en la sociedad.
En resumen, en el momento presente no podemos descontextualizar la propuesta de formular indicadores del marco en el que se legitiman: una contrarreforma educativa destinada a restaurar el poder de los grupos ideológicos y culturales más conservadores, así como a avalar los intereses de los sectores defensores del neoliberalismo.
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Para saber más
Brown, Margaret (2001): “La tiranía de las carreras de caballos internacionales”, en Roger Slee, Gaby Weiner y Sally Tomlinson (eds.), ¿Eficacia para quién? Crítica de los movimientos de las escuelas eficaces y de la mejora escolar. Madrid: Akal, pp. 47-66.
Stenhouse, Lawrence (1984): Investigación y desarrollo del currículum, Madrid: Morata.
Torres Santomé, Jurjo (2001): Educación en tiempos de neoliberalismo, Madrid: Morata.
Torres Santomé, Jurjo (2002): “(Previsibles) consecuencias educativas y sociales de la Ley Orgánica de Calidad de la Educación”, Kikirikí. Cooperación Educativa, n.º 66, pp. 5-21.
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