Niños visibles y niñas invisibles
Jurjo Torres Santomé
Cuadernos de Pedagogía. Nº 182 (Junio 1990) págs. 66 – 72
Se ponen de relieve una serie de procesos interactivos que se establecen entre estudiantes y docentes en la vida cotidiana del aula. Además, se destacan las representaciones que se forma el profesorado acerca de los comportamientos de los diversos tipos de alumnos. La manera de aprender y definir lo que es ser alumna es distinta a la que construyen los niños de ser alumno. Por otra parte, se diferencian tres modelos de alumnado visible: problemático o conflictivo, inmaduro y aplicado. Respecto a la tipología de alumnado invisible, se diferencia entre: alumnado tímido, superviviente marginal y ansioso.
Investigación educativa, sexismo y educación
En las situaciones de enseñanza y aprendizaje escolar concurren una multiplicidad de situaciones y procesos que al tiempo que condicionan las interacciones que se realizan en las aulas, también determinan el éxito o el fracaso de las metas educativas a las que sirven tales instituciones académicas.
APRENDER A SER ESTUDIANTE
Los niños y las niñas que interaccionan entre sí y con el profesorado en los centros escolares (tanto en sus pasillos y patios como en sus aulas), van aprendiendo a ser alumnos y alumnas mediante las rutinas que gobiernan la vida académica cotidiana; aprenden normas y contenidos que les permiten conducirse a esa sociedad académica. Poco a poco el alumnado va a ir aprendiendo cuáles son las conductas permitidas, las prohibidas y en qué momentos, así como qué significado debe otorgarse a cada acontecimiento, verbalización y objeto con los que entra en contacto en el interior del centro escolar. En la medida que esas rutinas llegan a ser negociadas (fundamentalmente sobre la base de implícitos), aprendidas y observadas, en ese grado la vida que tiene lugar en las aulas y centros escolares no presentará graves conflictos.
Esta socialización tiene lugar sobre la base de una construcción y reelaboración activas de significados que va realizando tanto el alumnado como el profesorado; sin ser conscientes de ello, la mayoría de las veces seleccionan informaciones que les permitan construir esta representación, efectuando una acomodación de su conducta. Dichas representaciones funcionan como mecanismos capaces de estabilizar la visión de la clase y son determinantes para la acción.
Una condición indispensable para que la comunicación tenga posibilidades de ser gratificante para los interlocutores implicados es la de compartir un marco conceptual referencial. En toda aula podemos observar la existencia de significados compartidos, de una intersubjetividad común. Estas asunciones e interpretaciones tácitas comunes son las que guían y reguían los cánones, rutinas y los comportamientos de estudiantes y profesorado, llegando a ser normativas en lo que respecta a la orientación de sus conductas (N. Mercer, y D. Edwards, 1981). El sistema de normas y roles conforma lo que también se ha llamado el «contrato didáctico» (G. Brousseau, 1980) que rige dentro del marco institucional escolar; contrato que condiciona por lo tanto la vida en el interior de los centros educativos.
Sin embargo esta relación contractual no es una relación igualitaria, en la que todos los interlocutores tienen la misma posibilidad de crear y definir significados aceptables, sino que es asimétrica. El profesorado como responsable ante la sociedad de la calidad de la educación que existe en los centros escolares es, de este modo, quien posee mayor capacidad para certificar los conocimientos, procedimientos y conductas considerados aceptables. Ello no quiere decir que el alumnado no posea ninguna capacidad de negociación, sino más bien todo lo contrario. Los estudios etnográficos acerca de la producción de significados, en oposición a las anteriores teorías de la reproducción, muestran la enorme capacidad que los chicos y las chicas tienen de introducir sus culturas en los ambientes formales de los centros educativos (J. Torres, 1987, 1989; P. Willis, 1988).
Apenas, o siendo más realista, nunca, se acostumbran a poner en duda delante de estudiantes los contenidos culturales que los centros escolares imponen como trabajo y como obligación; ni siquiera a cuestionar el orden en que son presentados, o el momento de su introducción como tarea de aula. Lo que no quiere decir, sin embargo, que el alumnado permanezca pasivo ante las demandas que le hace la escuela. No obstante, la autoridad que acompaña al rol de enseñante es decisiva a la hora de valorar lo que se considera el trabajo aceptable y valioso dentro del aula e incluso, muchas veces, fuera de los muros de la institución académica. La escuela etiqueta lo que es la verdadera cultura, frente a lo que podemos llamar la «cultura popular», la que se construye y reconstruye fuera del control de los grupos sociales hegemónicos.
En una situación como la escolar, cargada de poder de simbolización, los alumnos y alumnas dedican una gran cantidad de tiempo y esfuerzo a tratar de decodificar las expectativas del profesorado para con ellos y ellas. Lo importante para el colectivo estudiantil es tratar de realizar con éxito las tareas a las que el profesorado les obliga a enfrentarse; esto es así hasta tal punto que, en múltiples ocasiones, lo menos importante para los niños y las niñas es la comprensión del objeto de estudio; lo que pasa a ser realmente su obsesión primordial es tratar de acomodarse a la forma en que creen que el profesorado va a evaluar sus realizaciones. Les preocupa mucho más cómo pueden quedar a ojos de sus docentes que la auténtica finalidad de la situación escolar.
El contrato didáctico tiene la función de regular los hábitos y las expectativas recíprocas del profesorado y del alumnado en lo tocante a los contenidos culturales y a las conductas consideradas ortodoxas, lo que tiene lugar mediante las normas explícitas y, fundamentalmente, implícitas que regulan la vida académica cotidiana. Las cuestiones sobre las que se pueden formular preguntas, así como las respuestas que es posible dar (y, por consiguiente, mucho de lo que es enseñado y aprendido), dependen de manera directa de la percepción que del contexto tienen los participantes, de los roles esperados, de la naturaleza del objeto del discurso, etc. (M. Schubauer, L. Leoni y otros, 1989, p. 681).
No obstante, es preciso aclarar que esas percepciones de los interlocutores de la relación pedagógica no son construidas en una escuela ubicada en un vacío similar al que podemos lograr en un laboratorio experimental. Las instituciones educativas no están localizadas en un escenario ahistórico y asocial, sino que es el contexto social, cultural y económico en que se ubican el que condiciona de una manera decisiva la orientación y el valor de todo lo que tiene lugar en las aulas. De este modo, la construcción de las intersubjetividades por parte de los participantes en los procesos de enseñanza y aprendizaje va a estar condicionada por el cruce de variables contextuales como son la pertenencia a un determinado grupo o clase social, sexo, raza y/o nacionalidad.
Abundando en lo mismo, la figura docente es clave en la calidad de los procesos de enseñanza y aprendizaje de los centros escolares. El rol de enseñante, su puesto de trabajo y su formación, su origen e instalación de clase y su nacionalidad, así como su pertenencia a un sexo u otro, influirán en la construcción y reconstrucción de las ideas o imágenes que va realizando de su alumnado día a día. Tales variables intervienen en el desempeño del rol docente, determinando estereotipos en clara conexión con las idealizaciones de lo que él cree que debe ser un buen alumno y una buena alumna.
Las representaciones que existen en un momento dado van a tener una función de justificación; sostienen y refuerzan sobre el plano simbólico la acción del profesorado (Ph. Jubin, 1988, p. 37).
Tampoco debemos ignorar la mediación de condicionantes situacionales, organizativos y normativos específicos, más ligados a las peculiaridades de cada institución escolar concreta.
Las niñas desde el momento de su entrada en los centros de Educación Infantil y Educación General Básica se encuentran envueltas en una dinámica experiencial que juega negativamente en relación a ellas. Por regla general, las niñas despliegan conductas específicas para su adaptación a la vida cotidiana dentro de las aulas que son diferentes a las de los muchachos. En otras palabras: la manera de aprender y definir lo que es «ser alumna» es distinta a la que construyen los niños de «ser alumno».
Las diferencias de género funcionan en un aprendizaje tan fundamental como es el de desarrollar una serie de estrategias para salir airosos en las actividades que tienen lugar en los centros educativos. Una vez más, podemos comprobar cómo los comportamientos que tradicionalmente vienen siendo más característicos de los niños son más útiles que los etiquetados como femeninos para sobrevivir con éxito en el interior de las aulas.
Dentro de los centros de enseñanza es obligado que se produzcan interacciones, tanto entre los propios estudiantes como entre éstos y los profesores y profesoras. Sin embargo, en la mayoría de los casos, el resultado de tales intercambios no es igual para todos los alumnos y alumnas; existen diferencias apreciables no sólo entre ambos sexos, sino incluso entre los pertenecientes a un mismo sexo.
Si nos acogemos a una categoría como el grado de visibilidad o invisibilidad de cada uno de los miembros que constituyen un grupo de clase, podemos agruparlos en dos grandes grupos de estudiantes: el alumnado visible y el invisible, según los profesores y profesoras puedan o no acordarse de ellos una vez terminado el horario docente. La visibilidad o la invisibilidad se refiere, en este caso, a todos los comportamientos estudiantiles, ya sean de desobediencia y más o menos conflictivos, como de verdadera aplicación y/o éxito en las propuestas de trabajo y juego que ofrece el profesorado, tanto en las aulas como en los comedores escolares y en los patios de recreo.
Los niños y niñas visibles son aquellos cuyas conductas en el interior de las instituciones académicas no podemos dejar de notar; se hacen ver por medio de manifestaciones que el profesorado puede valorar positiva o negativamente, pero que siempre recuerda. Cualquier docente es capaz de describir los comportamientos de este tipo de estudiantes una vez terminado su contacto con ellos.
La visibilidad se traduce de varias maneras. En primer lugar, vía conductas físicas; por ejemplo, estas alumnas y alumnos manifiestan diversas formas de comportamiento, siempre llamativas: hacen excesivo ruido con sus materiales escolares y juguetes, son excelentes deportistas, se suben a las mesas o las tiran, son muy hábiles con los materiales, saltan cuando no se debe, buscan pelea continuamente, se mueven sin interrupción por todo el espacio de la clase y sin el menor motivo, etc. En segundo lugar, mediante manifestaciones verbales; su hacerse notar gira alrededor de las interacciones verbales que realizan y provocan: son estudiantes que gritan, se ríen de una manera muy notoria, solicitan muy a menudo al profesorado, hablan en voz alta cuando no está permitido, tienen un vocabulario y unas expresiones igualmente llamativas, etc.
Estas mismas manifestaciones pueden producirse de manera conjunta, verbal y físicamente. En relación a su verdadero significado, es posible agruparlas en dos grandes bloques: comportamientos de protesta, conductas agresivas; y conductas signo de aplicación.
Las conductas agresivas, tanto física como oralmente, acostumbran a ser un tanto «vigorosas» y es difícil que puedan pasar desapercibidas cuando un profesor o una profesora se encuentran más o menos próximos. En los centros escolares el profesorado suele detectar y/o etiquetar muy pronto a algún estudiante, con frecuencia chico, de «peleón», o «matón». Son alumnos —alguna vez también chicas— que continuamente se enfrascan en peleas, retan de manera provocadora a sus compañeros y compañeras, contestan al profesorado con mal tono verbal, incluso dicen «tacos», insultan en voz alta a algún o alguna estudiante delante de los docentes, se hacen los chistosos a destiempo, provocan interrupciones en las tareas que se desarrollan en ese momento, etc.
En contraste, los comportamientos visibles manifestación de interés y aplicación traducen, la mayoría de las veces, un interés por las demandas educativas que el profesorado solicita al alumnado. Estos chicos y chicas responden e interaccionan positivamente con los profesores y profesoras. Incluso podemos llegar a decir que tienden a «abusar» de manera repetida de la atención de sus docentes; son estudiantes que formulan preguntas o dudas a cada momento, solicitan ayuda para resolver problemas, se ofrecen voluntarios a la más mínima solicitud de una profesora o profesor, etc.
En su mayoría, todos estos comportamientos visibles son producidos por niños en mayor proporción que las niñas. Lo que significa que al ser más visibles resulta más fácil que sean los que concentran la atención y preocupaciones del profesorado, y consiguientemente, que sean estudiantes a los que se estimula más. Lo que no obsta para que también nos encontremos con el caso del alumnado visible al que se etiqueta de manera más negativa y con el que las falsas expectativas se ceban.
Sin embargo, tampoco debemos olvidar que muchos de estos alumnos o alumnas visibles suelen ser definidos con términos cálidos como: «trastos», «gamberretes», etc., palabras que llevan implícita una valoración positiva. Pensemos cuántas maestras y maestros manifiestan un especial favoritismo ante aquellos estudiantes más rebeldes y que ilustran frases como las siguientes, más de una vez oídas: «Yo prefiero que sean algo gamberros antes que unos seres pasivos», «me gustan más los niños porque son más rebeldes», etc. Los alumnos o alumnas algo revoltosos, especialmente si además son guapos y atractivos, acostumbran a ser los preferidos y, por consiguiente, los más estimulantes por bastantes enseñantes.
La situación cambia de signo de forma considerable si tales estudiantes son feos, poco o nada atractivos, pertenecientes a sectores marginales (por ejemplo, gitanos), etc. Si además son conflictivos tienen muchísimas probabilidades de concentrar la ira que de una manera inconsciente el profesorado va acumulando a lo largo de sus jornadas de trabajo. De hecho es este tipo de estudiantes el que nos encontramos castigados con más frecuencia fuera de las aulas o enviados a recibir una reprimenda por parte de la dirección.
En los trabajos de D. Zimmermann (1982) acerca de las consecuencias del sistema de representación que el colectivo de docentes construye de cada uno de los alumnos y alumnas, demuestra la importancia de la variable origen socioeconómico en la formación de tales juicios. Con rendimientos académicos similares, el muchacho o la muchacha perteneciente a un medio sociocultural más desfavorecido es dejado de lado más fácilmente, cuando no despreciado, por muchos profesores y profesoras. Si además añadimos otra variable como la adscripción de ese mismo alumnado a una raza como la gitana sobre la que existen múltiples prejuicios negativos, tenemos muchas posibilidades de estar hablando ya de estudiantes conflictivos.
TIPOLOGÍA DEL ALUMNADO VISIBLE
Basándonos en la clasificación de autores como V. Morgan y S. Dunn (1988, p. 7 y ss.), podemos llegar a definir tres modelos de alumnado visible: problemático o conflictivo, inmaduro y aplicado.
Alumnado problemático o conflictivo
Es este el grupo que concentra las expectativas pesimistas del modelo. Asume que estos niños y niñas son anormales en su comportamiento sirviéndose para sus justificaciones de informaciones incidentales o incluso circunstanciales, como antecedentes médicos, historias familiares o, inclusive, la experiencia de algunos profesores y profesoras con otros miembros de esa misma familia. La principal preocupación de los docentes con este conjunto de estudiantes es tratar de «contenerlos» para que la clase pueda funcionar de la manera más normal posible. Las estrategias que el profesorado utiliza con el fin de «reconducir» las situaciones disruptivas oscilan entre una gama bastante amplia. Tengamos presente que muchas de estas conductas conflictivas se producen en los momentos más inesperados de la dinámica de enseñanza y aprendizaje que tiene lugar en las aulas. Por consiguiente, los docentes se verán obligados a improvisar estrategias de neutralización de manera muy rápida, no siendo raro que más de una vez se den situaciones de «pérdida de nervios». Pero las respuestas más usuales acostumbran a oscilar entre mostrar expresiones de desagrado, imponer algún tipo de castigo a los infractores, tratar de entablar una negociación con ese niño o niña para comprender los porqués de tales manifestaciones, hacer la vista gorda, ignorar lo que está sucediendo, etc.
El número de estudiantes que podemos encontrar en los centros docentes y que responden a estas características es bastante reducido, pareciendo que no existiera una diferencia a favor de un sexo determinado.
Dentro de este colectivo existe un subgrupo de estudiantes más propensos a recibir la agresividad (incluso física) del profesorado: es el alumnado denominado «carne de cañón», que a la menor ocasión dispara las iras de sus docentes. Cualquier conducta problemática de este estudiantado sirve de chispa capaz de encender la agresividad de un profesor o de una profesora. Así por ejemplo, una acción como la de masticar chicle o comer unas pipas puede recibir una valoración distinta según quien sea el sujeto responsable de ese comportamiento; su apreciación por parte del profesorado puede oscilar entre la indiferencia más total y la oportunidad de descarga colérica. En este caso, el chicle y las pipas funcionan como pretexto para llamar la atención a aquel o aquella estudiante considerados «imposibles».
Las reacciones coléricas del profesorado tienen un poderoso efecto negativo sobre los estudiantes destinatarios; en la mayoría de las ocasiones no sirven sino para incrementar los niveles de agresividad de ambos interlocutores (docentes y estudiantes).
Esta clase de estudiantes que hemos denominado «carne de cañón» pertenece generalmente al sexo masculino. La suciedad, las conductas groseras y la agresividad física son características que definen también a muchos de estos alumnos, de ahí que también reciban etiquetas como la de «matones». Con demasiada frecuencia, tales muchachos responden desarrollando pautas comportamentales teñidas de fuerte agresividad, provocan de manera incesante a sus propios compañeros tanto verbal como físicamente, lo que además contribuye a que cada día desarrollen un físico capaz de hacer frente a los retos que efectúan. El «matón de la clase» puede llegar a poseer un aspecto físico inconfundible con el paso del tiempo, lo que se acrecienta si vive en un clima escolar donde sus comportamientos se refuerzan día a día.
Cuando estas pautas agresivas se desarrollan por las chicas, sobre todo si están iniciando su adolescencia o ya la alcanzaron, es muy fácil que la etiqueta asignada responda no tanto a la de «matona», como a vocablos mucho más injustos y sexistas, por ejemplo, los de «vulgar» o «puta», al menos por gran parte de sus otros compañeros y compañeras.
Las respuestas que esta clase de estudiantes generan en sus interlocutores suelen estar caracterizadas por tintes irónicos más o menos marcados.
La ironía representa una de las formas violentas de respuesta por parte de los más débiles. Es una violencia psíquica, una especie de venganza que tanto el profesorado como el propio alumnado descargan sobre estos estudiantes «matones» y «putas».
Alumnado inmaduro
Este es un epígrafe clasificatorio definido desde pautas temporales. En este grupo se concentran aquellos alumnos y alumnas que, según sus enseñantes, suelen comportarse de acuerdo con modelos referenciales correspondientes a estudiantes de menor edad cronológica o de un menor nivel educativo.
Las maneras de tratar a este alumnado suelen teñirse de cierto paternalismo y benevolencia, ya que se está convencido de que es algo que el paso del tiempo va a curar. Una de las estrategias más empleadas consiste en no hacerles demasiado caso en el momento que manifiestan tales conductas, porque se piensa que lo contrario no haría otra cosa que reforzar tal infantilismo. Sin embargo, en algunos momentos existe quien recurre a alguna forma de «ridiculización» para de esa forma tratar de espabilarlos, o forzarlos a incorporarse a tareas académicas que les obliguen a asumir mayores responsabilidades.
En esta categoría de inmadurez es frecuente encontrarnos con más niños que niñas. Conviene no obstante ser consciente de que la razón por la que se cree que aquí existen más niños que niñas puede ser simplemente debido a que los estándares que esperamos de ellos sean más altos que los referidos a ellas. Tradicionalmente, la influencia de una cultura masculina donde lo importante era preparar a los varones para asumir las futuras responsabilidades al frente de una familia, contribuyó a que los patrones con los que se juzgaban los comportamientos de los hombres fuesen más altos y exigentes que los asignados a las mujeres y esto, por lo tanto, todavía condiciona, de alguna forma, las expectativas de muchos profesores y profesoras.
Alumnado aplicado
Aquí se concentran las expectativas positivas del profesorado y del propio alumnado. Son estudiantes calificados por las personas que les rodean como inteligentes, simpáticos, activos, listos, curiosos, interesados, alegres, etcétera, adjetivos que dejan traslucir también actitudes positivas hacia la institución educativa en general y hacia el profesorado que lanza tales afirmaciones, en particular. Acostumbran a ser los alumnos y alumnas que más se benefician de los «efectos halo»: esto es, el hecho de considerar que son buenos o buenas en algo se hace extensivo a muchas otras facetas de su trabajo y personalidad que en la mayoría de las ocasiones no tienen por qué estar relacionadas. Así es fácil que a los mejores estudiantes de matemáticas se les «sobrevalore» en otras disciplinas académicas como pueden ser la geografía, la historia, la filosofía, etc., o incluso se le atribuyan destrezas mucho menos relacionadas con las matemáticas como pueden ser habilidades para la música, los deportes, etc. Lo que hacemos en una situación como ésta es hacer extensibles las buenas cualidades existentes en algo a lo que atribuimos una gran importancia, como pueden ser los conocimientos matemáticos, a otras disciplinas o habilidades que se juzgan como de menor importancia, cuando no como meras «marías».
Incluso suele ocurrir que muchos comportamientos por los que algunos estudiantes son castigados, sean objeto de una valoración más positiva cuando son ocasionados por estos «buenos» estudiantes. No es raro que las gamberradas e interrupciones del alumnado conflictivo se conviertan en conductas «simpáticas» cuando son producidas por aquellas o aquellos estudiantes por los que el profesorado se siente más atraído y valora más.
Fundamentalmente, esta visibilidad percibida de manera tan positiva es posible gracias a unos altos niveles de visibilidad verbal. Este colectivo de estudiantes se deja notar de múltiples formas, siendo quizás una de las más patentes mediante las interacciones verbales que inician y en las que participan. Este grupo de estudiantes capta rápidamente lo que más le gusta a las profesoras y a los profesores, y se dedica a «tratar de darles gusto». Si, por ejemplo, una alumna visible tiene delante docentes que valoran mejor el acabar lo más pronto posible un trabajo encomendado, procurará ser la primera en acabar; si éstos valoran la capacidad de hacer intervenciones «graciosas», se esforzará entonces por ser cada día más chistosa; si a su profesorado le gustan las voluntarias, se ofrecerá incluso antes de que alguien se lo pida, etc.
Sin embargo, es obligado subrayar que muchos docentes acostumbran a realizar una fuerte discriminación a la hora de dotar de un significado cualitativamente diferente a una misma conducta, según su productor sea del sexo masculino o femenino. Por ejemplo, no es raro comprobar que algunas profesoras o profesores etiquetan los comportamientos visibles o llamativos que originan las alumnas como típicos de niñas «presumidas», de «mimosas» o de «cursis» y, por el contrario, esas mismas conductas cuando vienen de la mano de los niños pasan a significar «muestras de interés», «de preocupación», «deseos de saber», etc., siendo dotados de un significado más positivo.
Los comportamientos visibles llaman la atención del profesorado y le obligan a intervenir, le permiten caer en la cuenta de las cosas que saben o las destrezas que adquirieron determinadas alumnas y alumnos. Generalmente las intervenciones en público del estudiantado se centran más en lo que ya dominan que en las lagunas y, por supuesto, mucho menos en las cosas que no saben y deberían saber, máxime si tenemos en cuenta que la tónica de nuestras instituciones académicas es la de la sanción continua, la de estar atribuyendo notas que condicionan las calificaciones finales de los alumnos o alumnas; de ahí que éstos opten por tratar de dejar bien claro o de hacerse notar en lo que ya saben y que, dentro de esta lógica, se traducirá positivamente en las evaluaciones sumativas finales.
Además, el hecho de que muy pronto cada estudiante tenga posibilidades de adquirir una etiqueta, especialmente si la que adquiere es de «inteligente», va a jugar a favor de que, vía el efecto Pigmalión, ese alumno o alumna afortunado/a por las expectativas positivas acabe recibiendo más ayuda del profesorado. Éste permanecerá mucho más atento y con ánimo de ayuda cuando piensa que ese niño o niña que tiene delante está interesado en las tareas escolares, que cuando piensa que lo único que tal estudiante hace es tratar de jorobar, de molestar, o que es tonto o inútil. Se inicia así muy pronto un círculo de refuerzo, de estímulo permanente ante este colectivo de estudiantes que los docentes consideran listos e interesados por la cultura escolar, siendo dicho sector el que verá su desarrollo mucho más favorecido. Adquirirá así muy tempranamente una autoimagen positiva de sí mismo que le ayudará de manera decisiva a desarrollar una mayor concentración en las tareas que toda escolarización plantea.
Pero dentro de las instituciones académicas y, más concretamente, en el interior de las aulas, existen también otra clase de estudiantes muy diferentes a los pertenecientes a estas tres categorías que hemos comentado hasta el momento: nos referimos a los llamados estudiantes invisibles. Este grupo de alumnas y alumnos tienen en común que acostumbran a pasar desapercibidos ante los ojos del profesorado, no haciendo nada que sea lo suficientemente llamativo para hacerse notar. Sus enseñantes tienen dificultad en describirlos y no se atreven ni a opinar sobre ellos. Cualquier profesor o profesora es consciente de que en sus clases, en las primeras semanas al menos, existen estudiantes cuyos nombres no es capaz de recordar y que cuando se refieren a ellos en las conversaciones de pasillo o en las reuniones de coordinación o de claustro, tienen verdaderos problemas para poder identificarlos con prontitud.
TIPOLOGÍA DEL ALUMNADO INVISIBLE
Es posible, también aquí, diferenciar tres modalidades de invisibilidad: alumnado tímido, superviviente marginal, y ansioso.
Alumnado tímido
Bajo esta rúbrica se agrupan aquellos niños y niñas que generalmente acostumbran a realizar sus tareas escolares de una manera satisfactoria, sin errores significativos; son estudiantes que no llaman la atención del profesorado ni por un rendimiento extraordinario ni por deficiencias en sus realizaciones. Trabajan y juegan siguiendo las pautas y dentro de las normas que sus docentes citan y/o permiten. Contestan cuando se les pregunta y permanecen callados, tranquilos y sin molestar el resto del tiempo.
Apenas se da la participación como voluntarios de este grupo de estudiantes, ni se caracterizan por un entusiasmo «visible» en sus realizaciones. Incluso, en la mayoría de las ocasiones, su atractivo físico no es especialmente llamativo; son alumnas o alumnos con las características físicas de lo que comúnmente se denomina «del montón».
Aquí están concentrados los que de manera más vulgar podemos etiquetar como las niñas y los niños «modelo de manual de urbanidad». Son estudiantes que progresan académicamente a un ritmo normal, sin destacar, y a los que cuando nos tenemos que referir designamos también como «buenas personas». En este grupo generalmente es fácil encontrar un número muy superior de niñas. No olvidemos que la presión de las normas familiares también ahora juega a reforzar estos comportamientos; el ambiente familiar y vecinal acostumbra estar mucho más pendiente y a controlar, e inclusive a veces de manera más agobiante, las conductas de las niñas a las que se ve más indefensas y con necesidad de mayor protección. (En la actualidad las reivindicaciones de las luchas femeninas están comenzando a modificar estas actitudes).
Alumnado superviviente marginal
Este grupo de estudiantes está formado por aquellas niñas y niños que cuando comienzan a manifestar los primeros indicios de dificultades en sus procesos de enseñanza y aprendizaje recurren a estrategias de invisibilidad para evitarse problemas y no llamar la atención.
La manera como este colectivo vivencia las actividades cotidianas que se desarrollan en las aulas está siempre teñida de un tinte amenazador, como un proceso lleno de peligros, de misterios incomprensibles, o una vida llena de grandes dificultades. Su concepción de las tareas escolares tiene el estigma del «castigo divino», algo concebido como muy laborioso y que precisa de un gran esfuerzo para lograr salir adelante con un mínimo de éxito. Los aprendizajes de este alumnado acostumbran a ser más de tipo aparente que real, suelen recurrir al disimulo con frases hechas y tópicos que puedan «colar» en algún momento y con docentes que no se detengan a investigar mucho más. No obstante, si en un momento dado alguien se dedica a escarbar de una manera más minuciosa pronto podrá captar que únicamente existe lo que en palabras de D.P. Ausubel llamaríamos un «aprendizaje memorístico» y sin comprensión.
También en este grupo acostumbramos a encontrarnos con más niñas que niños. Una vez más la explicación de un panorama sexista así tiene como razones explicativas más probables el tipo de sociedad masculina predominante en los modelos de socialización a los que se ven sometidos tanto los hombres como las mujeres. Dentro de este modelo sexista la extroversión es una característica que se fomenta más en los niños, llegándose a aceptar con mayor facilidad, sobre la base de implícitos, que la naturaleza masculina es menos «domesticable», y que siempre tiene necesidad de estar llamando la atención. Dentro de los centros de enseñanza estas características se traducen en un «no preocuparse por hacer el ridículo»; (también aquí el listón de lo que puede abarcar esta denominación es más alto, y se permiten un mayor número de conductas antes de hacerse merecedor de esa etiqueta). Así los niños cuando se encuentran con cualquier problema en sus aprendizajes de lectura, escritura, cálculo, u otros contenidos culturales, recaban con prontitud la atención del profesorado para subsanar sus dificultades; las niñas, por el contrario, generalmente prefieren quedarse quietas e intentar ocultar sus dificultades pensando que con el paso del tiempo se arreglará todo. Optan por la política del avestruz quizás también porque creen tener mayores posibilidades de ser ridiculizadas delante de sus compañeras y compañeros.
Tengamos presente, además, que entre los aprendizajes «ocultos» que desde los primeros días de escolarización se fomentan en las instituciones docentes, está el de que el alumnado que se comporta bien, el modelo, es el que no molesta a sus profesores y profesoras con preguntas, sino sólo el que responde cuando se le demanda. Una situación como la de encontrarse ante alguna dificultad en la realización de las tareas escolares, desde esta óptica del «aprender a ser estudiante», supone interrumpir una dinámica a la que no se deben plantear problemas ni frenarse. Este tipo de estudiantes acostumbra a aprender pronto que toparse con dificulta des en las tareas académicas se convierte en una marca que indica un grado de «torpeza», de deficiencia de la que únicamente son culpables ellos; un símbolo de que no merecen estar donde están, por lo tanto algo que necesitan ocultar si no quieren encontrarse ante problemas mayores.
El hecho de que los niños tarden más en asumir este código implícito de conducta que las niñas pueden tener una explicación machista en que la «impetuosidad» masculina sería la causante de una menor capacidad de concentración de la atención. Esto con cuerda con muchas frases que acostumbramos a escuchar con cierta frecuencia en boca de los adultos y que afirman que el niño es más revoltoso, más «gamberrete» que las niñas; por consiguiente sus primeros problemas de aprendizaje no indicarían tanto un grado de deficiencia en su conducta y personalidad, cuanto una dificultad de presta atención fruto de un exceso de «virilidad».
Alumnado ansioso
Son estudiantes que debido a una fuente carga de ansiedad y nerviosismo difícilmente participan en las tareas que componen la vida de la clase. No suelen colaborar en las actividades que se proponen para los distintos grupos de trabajo. Muy raramente responden a las demandas de las profesoras y profesores. A pesar de que en sus primeros momentos pueden llegar a ocupar el centro de preocupaciones del profesorado, resultando por tanto estudiantes visibles, muy pronto este alumnado muestra su angustia y disconformidad por las atenciones individuales que recibe, lo que hace que sus docentes opten por no implicarse en una situación que si es conflictiva lo es más aún cuanto mayor atención se les presta. Las situaciones problemáticas de no participación de este grupo de estudiantes no son tan exageradas como para alterar el ritmo de las clases, por lo que existe la tentación de relegarlos en alguna esquina de la parte trasera de las aulas y dejarlos a su aire, siempre que no molesten, de esta forma acaban también resultando invisibles a los ojos de las profesoras y profesores que los tienen a su cargo.
En esta categoría también es más fácil encontrarse con un mayor número de niñas que de niños, aunque el número total de integrantes de este apartado en cada clase tiende a ser reducido, ya que de lo contrario sería muy difícil lograr su invisibilidad. Es más fácil que las niñas en caso de no aceptar las interacciones con el profesorado y de no colaborar en las tareas que se demandan en la dinámica de los procesos de enseñanza y aprendizaje, opten por la creación de conductas de distracción y resistencia, sin que la naturaleza de tales comportamientos baste para alterar el orden o molestar a los restantes miembros del aula. En el caso de los niños es más difícil que sus acciones pasen desapercibidas; es frecuente que sean más llamativas y, en una situación como ésta, molestas.
LA REFLEXIÓN COMO ESTRATEGIA
Las interpretaciones que realiza el profesorado sobre las causas que explican los comportamientos de los alumnos y de las alumnas son importantes para comprender el modo en que las expectativas docentes afectan al rendimiento escolar del alumnado en las aulas.
Los profesores y las profesoras sustentan teorías implícitas respecto de su trabajo y de los porqués de los resultados académicos de las niñas y de los niños. Un profesional reflexivo, como debe corresponder al docente, necesita hacer explícitas sus creencias y teorías en la medida que éstas inciden en el desarrollo de su trabajo diario en las instituciones escolares y, por consiguiente, van a condicionar el éxito y el fracaso de los procesos de enseñanza y aprendizaje en los que participa.
Las estrategias didácticas a las que el profesorado recurre influyen y condicionan los procesos de pensamiento de su alumnado, determinando orientaciones concretas en sus expectativas. Está ya suficientemente demostrado que uno de los factores más decisivos relacionados con el rendimiento académico es el convencimiento del estudiante de que puede hacer frente a todos los retos que se le plantean en su permanencia en las aulas. Las interpretaciones del alumnado acerca de las causas de su éxito o fracaso en las tareas escolares influyen en su interés y en su perseverancia en el deseo de aprender. El éxito escolar incrementa la motivación, especialmente cuando los estudiantes atribuyen los resultados a su esfuerzo y no a otras personas o factores que no pueden controlar.
Parece bastante obvio a la luz de los resultados de las investigaciones que hoy conocemos que, con independencia de otros matices de las estrategias didácticas que emplee, el profesorado que interactúa con sus alumnos y alumnas de manera más frecuente obtiene resultados más satisfactorios. Como comprueban Galton y Simon (1980), los mejores profesores y profesoras muestran un elevado nivel de interacción con su alumnado, animándolo constantemente.
Por lo tanto, las temáticas que se deben tener en cuenta a la hora de reflexionar acerca de los procesos de enseñanza y aprendizaje escolar no deben circunscribirse sólo a problemas de selección de contenidos culturales y de métodos didácticos adecuados a las peculiaridades de los estadios del desarrollo, ritmo de aprendizaje, intereses, etc. del alumnado. También es decisivo, asimismo, prestar atención a aquellos aspectos que condicionan los procesos interactivos que en la vida académica diaria tienen lugar, esto es, a las cuestiones que favorecen la visibilidad de todos y cada uno de los niños y niñas existentes en el aula y que tratan de impedir su invisibilidad.
Bibliografía
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“Niños visibles y niñas invisibles”
Jurjo Torres Santomé (1990)
Cuadernos de Pedagogía, nº 182 (Junio, 1990) págs. 66 – 72